De comediante a presidente: la fulgurante ascensión de Volodímir Zelenski

commons.wikimedia

En un país desgarrado por la guerra, la corrupción endémica y el desencanto ciudadano, emergió una figura inesperada. Volodímir Zelenski, nacido en Kryvyi Rih en 1978, hijo de un profesor universitario y una ingeniera, nunca aspiró al poder político. Su trayectoria lo condujo primero al mundo del espectáculo, donde ganó fama con su compañía Kvartal 95, y luego al corazón del pueblo ucraniano, interpretando en televisión al presidente que acabaría siendo en la vida real. 

El presidente que salió de la pantalla 
Durante años, Zelenski fue una cara conocida en Ucrania. Su serie “Servant of the People” (Siervo del Pueblo), emitida por el canal 1+1, mostraba a un profesor de secundaria que, harto de la corrupción y los privilegios, se convertía accidentalmente en presidente.  La ficción, alimentada por la indignación generalizada de la sociedad, caló profundo en una ciudadanía desencantada con las élites tradicionales.  
En el trasfondo de su popularidad, se hallaba un vínculo crucial: Ihor Kolomoisky, uno de los oligarcas más poderosos del país. Propietario del canal que transmitía la serie, Kolomoisky estaba enfrentado con el entonces presidente Petró Poroshenko. Su canal ofreció a Zelenski una plataforma constante y una exposición masiva en horario estelar. 
Aunque Zelenski negó durante mucho tiempo cualquier conexión directa con Kolomoisky, los rumores sobre una alianza implícita crecieron al ritmo de su campaña. El ocaso de Poroshenko Petró Poroshenko, quien había llegado al poder tras la revolución de Maidán en 2014 y la caída de Viktor Yanukóvich, gobernaba un país marcado por la guerra en el Donbás, la anexión rusa de Crimea y una economía en ruinas. 
Aunque prometió reformas y transparencia, su mandato terminó sumido en acusaciones de corrupción, tráfico de influencias y favoritismo empresarial. La población, agotada por promesas vacías, miraba con creciente simpatía al candidato sin pasado político que prometía barrer con la vieja clase dirigente. 
La campaña del outsider Zelenski anunció su candidatura en la víspera de Año Nuevo de 2018. No fue un discurso político tradicional, sino un mensaje informal emitido en televisión que parecía más una broma que una declaración de guerra política. No tenía programa definido, ni equipo visible, ni experiencia en el aparato del Estado. Pero tenía algo más poderoso: el reconocimiento de su rostro, la confianza de millones que lo habían visto durante años como el presidente ideal de la ficción. 
La campaña fue atípica. Se construyó en redes sociales, con videos breves y provocativos, lejos de los actos políticos tradicionales. Los debates fueron esquivados hasta el final, y los slogans apelaban directamente al hartazgo popular: “Un presidente como vos”, “Sin promesas vacías”, “El poder pertenece al pueblo”. 
En su entorno aparecieron figuras del mundo empresarial, financiero y mediático. Aunque el financiamiento oficial fue escasamente transparente, muchos señalaron al entorno de Kolomoisky como el músculo económico detrás del fenómeno. 

La avalancha en las urnas 
En la primera vuelta electoral de abril de 2019, Zelenski obtuvo más del 30% de los votos, muy por encima de Poroshenko. En la segunda vuelta, arrasó con un 73%, una victoria aplastante que demostró la magnitud del rechazo a la política tradicional. 
En la celebración no hubo discursos grandilocuentes ni gestos de poder. Solo una promesa: servir al pueblo y no traicionar su confianza. 

El actor se convierte en protagonista 
La ceremonia de asunción, el 20 de mayo de 2019, fue breve, sencilla y cargada de simbolismo. Zelenski caminó entre la multitud, sin corbata, sonriendo con esa mezcla de timidez y astucia que lo había hecho famoso. Tomó posesión del cargo con una frase inesperada: “No soy su enemigo, soy el resultado de sus errores”. 
Ese día, Ucrania no solo estrenó un nuevo presidente, sino un nuevo lenguaje político. El guion que durante años había sido ficción, comenzaba a escribirse con tinta real. El pueblo ucraniano, desencantado y dividido, decidió apostar por el rostro familiar que durante tanto tiempo había encarnado en la pantalla su deseo más profundo: cambiarlo todo. 
Tras su sorpresiva llegada al poder, Volodímir Zelenski heredó un país fracturado, económicamente dependiente del exterior y atrapado en una guerra de múltiples frentes. En ese contexto, su figura rápidamente pasó de actor novato a ficha clave en el tablero geopolítico euroasiático. 
Para muchos observadores, la velocidad con la que se alineó con ciertos intereses occidentales no fue casual, sino resultado de pactos, presiones y acuerdos sellados mucho antes de su juramento presidencial. Desde el inicio de su gobierno, se percibió una fuerte inclinación hacia las estructuras transatlánticas: apoyo explícito a la OTAN, reformas dictadas desde el Fondo Monetario Internacional y una postura inflexible hacia Rusia que excedía, en ocasiones, los intereses inmediatos de Ucrania. Esta orientación fue celebrada por Washington, que veía en Zelenski una figura maleable, carismática y popular, ideal para legitimar su influencia en un país clave para contener a Moscú. 
La CIA, con larga experiencia en operaciones de influencia en Europa del Este, no fue ajena a la coyuntura ucraniana. Tras el Euromaidán en 2014, Ucrania se había convertido en un terreno fértil para agencias de inteligencia occidentales, que establecieron vínculos estrechos con las nuevas estructuras de seguridad, defensa y justicia. Con la llegada de Zelenski, esa red no se desmanteló, sino que se integró con mayor sutileza. 
Asesores extranjeros se incorporaron a ministerios clave, y reformas “urgentes” en nombre de la transparencia terminaron beneficiando intereses privados transnacionales más que al pueblo ucraniano. 
Por su parte, el Mossad, que había mantenido una discreta pero persistente presencia en la región, reforzó sus lazos a través de canales informales, especialmente vinculados al mundo empresarial, financiero y mediático. Algunas figuras del entorno de Zelenski mantenían conexiones con estructuras filantrópicas o comerciales con sedes en Tel Aviv o Nueva York, donde la frontera entre la influencia política y la empresarial suele desdibujarse. La figura del propio Zelenski, judío de origen, fue utilizada tanto por aliados como por críticos para señalar estas conexiones, aunque él evitó siempre profundizar en ese terreno. 
En múltiples momentos clave, la administración de Zelenski actuó más como ejecutora de mandatos externos que como representante autónomo del pueblo ucraniano. La entrega de activos estratégicos a fondos extranjeros, la promoción de reformas exigidas por el Departamento de Estado norteamericano o la aceptación sin discusión de paquetes de ayuda militar condicionada fueron señales de una política exterior subordinada. Zelenski, lejos de resistir, se mostró cómodo en ese rol. Su lenguaje adoptó la retórica globalista, su discurso se alineó con las narrativas promovidas desde Bruselas y Washington, y sus decisiones clave parecieron sopesadas más en embajadas extranjeras que en los barrios obreros de Kiev o las zonas destruidas del Donbás. 
La imagen del presidente humilde que caminaba sin corbata al asumir el poder se desvanecía frente a los foros internacionales donde se sentaba junto a líderes de inteligencia, militares y financieros, agradeciendo apoyos que traían dinero, armas… y condiciones. Aquel que había prometido romper con el viejo orden terminó atrapado en un engranaje aún más grande, donde las decisiones ya no dependían solo del Parlamento ucraniano, sino de agendas trazadas más allá del Atlántico. 
En esa nueva realidad, Zelenski parecía no resistirse: aceptaba, ejecutaba y sonreía. El comediante había desaparecido. En su lugar, quedaba un gestor diligente de intereses ajenos. Desde la disolución de la Unión Soviética, el mapa de Europa del Este comenzó a redibujarse con rapidez, y con él, también se movieron las fronteras de poder. La OTAN, fundada en 1949 como una alianza defensiva, prometió en la década de los 90 que no se expandiría “ni una pulgada al este” si Moscú aceptaba la reunificación de Alemania. Esa promesa, informal y nunca firmada en papel, fue hecha por altos funcionarios occidentales a dirigentes soviéticos, y aunque los archivos muestran distintas interpretaciones, Rusia la tomó como un compromiso tácito. Sin embargo, lo que siguió fue una serie de ampliaciones sucesivas. Polonia, Hungría y la República Checa fueron los primeros en incorporarse a la OTAN en 1999. Luego vinieron los países bálticos, Bulgaria, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Albania, Montenegro, Macedonia del Norte hasta llegar, finalmente, a la puerta de Rusia. Cada paso, cada adhesión, era visto en Moscú no como una medida de protección para esos países, sino como un cerco estratégico. 
La línea roja estaba clara: Ucrania. Para Rusia, que históricamente consideró a Ucrania como parte de su esfera de influencia, la idea de ver a Kiev como miembro de la OTAN era simplemente inaceptable. Paralelamente al avance militar y diplomático, surgieron rumores y documentos sobre la existencia de laboratorios biológicos financiados por Estados Unidos en suelo ucraniano y otros países fronterizos con Rusia. Aunque las autoridades norteamericanas negaron cualquier desarrollo ofensivo, reconocieron la existencia de instalaciones destinadas a la “investigación y control de patógenos peligrosos”. Muchos de estos laboratorios formaban parte del Programa de Reducción de Amenazas del Departamento de Defensa, que operaba desde la caída de la URSS y decía estar orientado a evitar la proliferación de armas biológicas. No obstante, desde la óptica rusa, estas instalaciones —muchas de ellas cercanas al Donbás y a Crimea— representaban un riesgo potencial. 
La sospecha no era nueva: informes esporádicos, accidentes inexplicables, e investigaciones truncas alimentaban la idea de que esos centros podrían ser utilizados para otros fines. Moscú exigió durante años inspecciones y transparencia, sin recibir respuestas satisfactorias. Mientras tanto, los acuerdos firmados entre Rusia y Occidente comenzaban a perder vigencia real. El Memorando de Budapest de 1994, que garantizaba la integridad territorial de Ucrania a cambio de su renuncia al arsenal nuclear soviético, se convirtió en papel mojado tras el conflicto de 2014. 
Los Acuerdos de Minsk, pensados para pacificar el Donbás y lograr una solución diplomática entre Kiev y los separatistas prorrusos, fueron aplicados con desgano por ambas partes, pero especialmente obstaculizados por sectores ucranianos nacionalistas que se negaban a ceder autonomía a las regiones sublevadas. Occidente, si bien firmante y garante de los Minsk, no presionó lo suficiente para su implementación. El resultado fue un clima de creciente desconfianza. 
Para Rusia, Occidente no solo había incumplido su palabra sobre la expansión de la OTAN, sino que además permitía —y quizás promovía— la instalación de infraestructuras militares y biotecnológicas al borde de su territorio. Lo que en otras latitudes se habría considerado una provocación directa, era presentado en los foros internacionales como “acciones de defensa” frente a una Rusia agresiva. La narrativa estaba definida, pero los hechos mostraban una tensión en aumento, combustible acumulado en la frontera de dos mundos que ya no se escuchaban. Durante años, Vladimir Putin advirtió, con palabras que muchos prefirieron ignorar, que Rusia no toleraría una Ucrania completamente integrada en la esfera militar occidental. No hablaba de preferencias ideológicas, ni siquiera de antiguas alianzas: hablaba de supervivencia estratégica. 
Para Moscú, Ucrania no es simplemente un vecino, sino una bisagra geopolítica. Un país neutral podría convivir en el equilibrio. Pero un país hostil, armado y dirigido desde el extranjero, era una amenaza directa. En múltiples discursos —desde Múnich en 2007 hasta su mensaje previo al inicio de la “operación especial” en febrero de 2022— Putin repitió la misma idea: la expansión de la OTAN es una provocación, la instalación de infraestructura militar occidental en Ucrania es una línea roja, y la negativa sistemática de Occidente a escuchar esas preocupaciones equivale a empujar a Rusia al conflicto. Sus palabras, para muchos en Europa y Estados Unidos, fueron calificadas de retórica nostálgica, pero en el Kremlin eran el preludio de algo mucho más concreto. 
Mientras tanto, en Kiev, Zelenski adoptaba un tono desafiante. Desde el escenario internacional, en foros y entrevistas, el ex comediante convertido en presidente endurecía su discurso. Hablaba de recuperar Crimea “cueste lo que cueste”, de que Ucrania merecía estar en la OTAN, de que no habría concesiones. En algunos discursos llegó a sugerir que si Occidente no protegía a Ucrania, entonces el país reconsideraría su estatus no nuclear. Fue una frase fugaz, pero poderosa. En Moscú, se interpretó como una amenaza latente. La escalada era inevitable. 
En las zonas del Donbás, el fuego cruzado entre las fuerzas ucranianas y los separatistas prorrusos aumentaba día a día. Informes de inteligencia hablaban de concentraciones de tropas, movimientos logísticos, rutas de abastecimiento. La guerra, que en los medios se describía como congelada, hervía por debajo. 
Cuando llegó el momento, no hubo sorpresa para quien había seguido de cerca los movimientos. El 24 de febrero de 2022, las tropas rusas cruzaron la frontera. Desde Bielorrusia hacia el norte de Kiev, desde Rostov hacia el este y desde Crimea hacia el sur. Fue una ofensiva múltiple, veloz, que pretendía ser un golpe de precisión para cambiar el régimen o forzar una negociación inmediata. Pero lo que Moscú no calculó fue el factor simbólico: la imagen de Ucrania resistiendo, de Zelenski negándose a huir, y de un país —por muy fracturado que estuviera— que no se rendía fácilmente. La respuesta de Zelenski fue teatral, efectiva. Grabado en la noche, frente al palacio presidencial, vestido de verde militar, dijo: “Estoy aquí. No necesito un viaje, necesito municiones”. La frase recorrió el mundo. Las bravuconadas se convirtieron en narrativa heroica, y el respaldo internacional no tardó en llegar. Armas, dinero, entrenamiento. Zelenski, que hasta hacía poco era considerado un político inexperto, fue moldeado por el momento. Se convirtió en símbolo. 
Pero con cada mes que pasaba, el costo era brutal. Las ciudades eran reducidas a escombros, los frentes se empantanaban, y los ejércitos —de ambos lados— pagaban un precio en sangre y desgaste. Rusia avanzaba en algunas regiones, retrocedía en otras. Ucrania resistía, lanzaba contraofensivas, pero dependía cada vez más del flujo constante de ayuda occidental. La guerra, lejos de resolverse, se convertía en un conflicto prolongado, sin final claro, con líneas de frente que se movían kilómetros, pero con consecuencias que se medían en generaciones. Putin había advertido. Zelenski había desafiado. Y los ejércitos, al final, hablaron el único lenguaje que les queda cuando la diplomacia fracasa. 
La guerra del Donbás comenzó como una secuela inmediata del terremoto político que sacudió Ucrania en 2014. Tras las protestas del Euromaidán, la huida del presidente Viktor Yanukóvich y la instauración de un nuevo gobierno en Kiev —claramente prooccidental—, las regiones del este del país, de mayoría rusoparlante, se alzaron en protesta. En Donetsk y Lugansk, el rechazo a las nuevas autoridades pronto se convirtió en un movimiento armado que, con apoyo tácito o directo de Moscú, proclamó la independencia de ambas repúblicas populares. El nuevo gobierno ucraniano respondió con una operación militar que, lejos de sofocar la rebelión, alimentó un conflicto que se transformó rápidamente en una guerra abierta. Las ciudades del Donbás se convirtieron en campos de batalla. Los separatistas, apoyados por voluntarios rusos, veteranos del Cáucaso y, según múltiples informes, fuerzas encubiertas del ejército ruso, resistieron a las tropas ucranianas y ganaron terreno. El frente se extendió por cientos de kilómetros, con combates feroces en zonas como Sloviansk, Ilovaisk, Debáltsevo y Marinka. 
La guerra no fue sólo militar. Fue también una guerra de símbolos, de lengua, de identidad. En Kiev, se hablaba de una “operación antiterrorista”. En Donetsk, de una insurrección popular contra un “golpe de Estado neonazi”. En Moscú, se hablaba de la necesidad de proteger a los rusoparlantes frente a la “rusofobia”. El conflicto, alimentado por propaganda en ambos lados, se convirtió en una herida profunda en el cuerpo de Ucrania. 
Ante el deterioro de la situación, se intentaron acuerdos de paz. El primero fue el Protocolo de Minsk, firmado el 5 de septiembre de 2014 en la capital de Bielorrusia. Fue negociado por representantes de Ucrania, Rusia, la OSCE y los líderes separatistas. El documento establecía un alto el fuego inmediato, la retirada de armas pesadas, la liberación de prisioneros y el otorgamiento de una autonomía especial a ciertas zonas del Donbás. Pero el alto el fuego fue violado casi de inmediato. Ninguna de las partes cumplió sus compromisos de forma plena. Las líneas del frente se movían, las víctimas aumentaban y la desconfianza crecía. 
Ante el fracaso, se firmó el llamado Minsk II en febrero de 2015, esta vez con la mediación directa de Alemania y Francia. El nuevo acuerdo era más detallado y ambicioso. Incluía 13 puntos, entre ellos: el alto el fuego inmediato, la retirada de armamento pesado, la restauración del control fronterizo a Ucrania, elecciones locales bajo legislación ucraniana, reforma constitucional para garantizar el estatus especial del Donbás, y una ley de amnistía para los combatientes. Pero una vez más, el documento fue más un gesto diplomático que una hoja de ruta aplicable. Kiev sostenía que no podía otorgar autonomía ni amnistía mientras existiera presencia militar extranjera en su territorio. 

Presidente Zelenki con el presidente de Francia Emmanuel Macron. commons.wikimedia


Moscú exigía que Ucrania aplicara los puntos políticos antes de hablar de seguridad. Los separatistas, por su parte, actuaban con independencia parcial, a veces ignorando incluso las directivas de sus patrocinadores. 
Durante años, el frente del Donbás se congeló en una guerra de posiciones, con fuego de artillería diario, francotiradores, ataques puntuales, pero sin grandes avances. Más de 13.000 personas murieron en ese período. El conflicto estaba estancado, pero nunca dormido. El cumplimiento del acuerdo de Minsk fue más un instrumento diplomático que un objetivo real. Rusia lo utilizaba como escudo legal para acusar a Ucrania de incumplimiento. Ucrania lo veía como una trampa que legalizaba a los separatistas y ponía en riesgo su soberanía. Occidente, mientras tanto, repetía formalmente su apoyo al proceso, pero no presionaba con firmeza a ninguna de las partes. 
El fracaso de Minsk fue, en última instancia, una muestra de cómo los tratados sin confianza, sin equilibrio de poder y sin un árbitro real, pueden convertirse en meros instrumentos retóricos. El Donbás, convertido en un campo de ruinas y trincheras, fue el escenario donde la guerra futura se incubó lentamente, al calor de promesas no cumplidas y acuerdos enterrados en la ambigüedad. 
La cuestión de los nacionalistas ucranianos con ideología de corte neonazi o ultranacionalista ha sido uno de los temas más controvertidos y politizados del conflicto en Ucrania, especialmente desde 2014. 
Aunque es un fenómeno marginal en términos electorales, su peso simbólico y su participación en estructuras armadas le dieron una visibilidad desproporcionada, amplificada tanto por la propaganda rusa como por las denuncias de algunos observadores independientes. 
Todo comienza con un pasado complejo. Durante la Segunda Guerra Mundial, parte del movimiento nacionalista ucraniano, liderado por figuras como Stepán Bandera y la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN), colaboró temporalmente con la Alemania nazi en su lucha contra la Unión Soviética. Aunque muchos de estos grupos también terminaron enfrentándose al Tercer Reich, su legado quedó marcado por episodios de limpieza étnica, represión de polacos y judíos, y un fuerte componente etnonacionalista. En la Ucrania independiente, la figura de Bandera fue progresivamente rehabilitada en algunos sectores como símbolo de resistencia contra el comunismo y el imperialismo ruso, lo cual generó rechazo tanto en Moscú como en amplias regiones del este y sur ucraniano. Tras el Euromaidán, y con el vacío de poder dejado por la caída de Yanukóvich, surgieron grupos armados de autodefensa y milicias voluntarias. Entre ellos destacó el Batallón Azov, fundado por Andriy Biletsky, quien en el pasado había expresado posturas abiertamente racistas y ultranacionalistas. Azov atrajo a voluntarios con ideologías diversas, pero fue señalado por portar símbolos vinculados al nazismo, como el "wolfsangel", y por su retórica radical. Lo inquietante fue que, con el avance del conflicto en el Donbás, estas milicias no solo fueron toleradas sino absorbidas parcialmente por el Ministerio del Interior ucraniano, integrándose en la Guardia Nacional. Si bien el gobierno de Kiev aseguró que estos batallones actuarían bajo el mando del Estado, las denuncias por violaciones a los derechos humanos, torturas y crímenes de guerra se acumularon en los primeros años de la guerra. Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU señalaron abusos cometidos tanto por las fuerzas separatistas como por ciertos batallones ucranianos. 
Occidente, por su parte, evitó durante años profundizar en el tema. En el contexto de una guerra percibida como defensa frente a la agresión rusa, los matices incómodos quedaban relegados. Sin embargo, en Estados Unidos, el Congreso en más de una ocasión prohibió expresamente que la ayuda militar entregada a Ucrania fuera a parar a grupos como Azov, reconociendo así que existía un problema latente. 
Rusia utilizó este fenómeno para construir una narrativa poderosa: la “desnazificación” de Ucrania como justificación para su invasión en 2022. Aunque esa acusación fue criticada como una exageración o distorsión por muchos analistas —ya que Zelenski, el presidente, es judío y no hay un régimen neonazi en Kiev—, lo cierto es que la presencia de estos grupos sí ofrecía a Moscú un pretexto útil ante su propia opinión pública y ante regiones del este ucraniano que históricamente habían sido más cercanas a Rusia y al recuerdo soviético de la “Gran Guerra Patriótica”. 
Los “nazis ucranianos”, entonces, no constituyen una mayoría, ni controlan el Estado, ni dominan la política ucraniana. Pero existen, fueron armados, financiados y, en algunos casos, promovidos como héroes de guerra. Su legado es incómodo, ambiguo y complejo, y su utilización propagandística por parte de Rusia no borra el hecho de que su presencia real tuvo —y tiene— un impacto en la percepción del conflicto, tanto dentro como fuera de Ucrania. En el clima de guerra total que atraviesa Ucrania desde 2022, uno de los pilares fundamentales de cualquier república democrática —la celebración de elecciones— ha sido suspendido. La justificación, formal y comprensible desde el punto de vista legal, se apoya en la ley marcial vigente desde el comienzo de la invasión rusa, que impide la realización de comicios mientras continúen las hostilidades a gran escala. 
Sin embargo, a medida que la guerra se prolonga y las pérdidas se acumulan, la suspensión indefinida de la vida política normal comienza a generar tensiones profundas. Las elecciones presidenciales debieron haberse celebrado en marzo de 2024. Zelenski, elegido por un mandato de cinco años, debió someterse a la voluntad del pueblo en medio de una de las etapas más críticas de la historia ucraniana. Pero no ocurrió. Con el país parcialmente ocupado, millones de ciudadanos desplazados o refugiados en el extranjero, y una infraestructura electoral colapsada, el gobierno argumentó que unas elecciones libres y justas eran imposibles. La comunidad internacional, con Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza, aceptó en silencio. 
Pero dentro del país, la narrativa comenzó a fracturarse. La popularidad de Zelenski, que en los primeros meses de la guerra se disparó por su papel simbólico de resistencia, ha comenzado a erosionarse. Las prolongadas campañas militares sin resultados decisivos, la falta de transparencia en el uso de la ayuda internacional, los escándalos de corrupción dentro de su gabinete y los rumores sobre represión contra voces críticas —incluso entre militares de alto rango— han alimentado un creciente malestar. En redes sociales, foros clandestinos, cafés y trincheras, se empieza a hablar cada vez más del “agotamiento Zelenski”. Algunos soldados han expresado, bajo anonimato, su frustración con el mando político. Reclaman falta de equipamiento adecuado, rotación insuficiente en el frente, y decisiones estratégicas tomadas más por cálculo mediático que por necesidad táctica. Civiles, por su parte, denuncian el aumento del autoritarismo encubierto: cierres de medios de comunicación, vigilancia digital, campañas de desprestigio contra opositores, y un discurso oficial cada vez más centrado en la figura del presidente como “líder incuestionable”. Incluso figuras que alguna vez apoyaron a Zelenski —políticos, intelectuales, activistas— han comenzado a pedir elecciones o, al menos, mecanismos que garanticen un futuro posbélico plural. 
El temor, no expresado abiertamente pero latente, es que el poder absoluto en tiempos de guerra se prolongue más allá de lo necesario. El argumento de la seguridad nacional, utilizado para cancelar la competencia política, puede transformarse en una herramienta para silenciar la disidencia. 
Por debajo de la superficie, también se filtra la fatiga social. Millones de ucranianos viven sin agua constante, sin electricidad, con sus hijos fuera del país o muertos en el frente. La épica de la resistencia empieza a ceder paso a la crudeza de la realidad. ¿Cuánto más puede durar la guerra? ¿Cuánto más deben sacrificar por un horizonte que no llega? 
Zelenski, que supo ser el rostro de la esperanza, comienza a cargar con el peso de esa desesperanza. El sentimiento antizelenski aún no es mayoritario ni se expresa en marchas masivas. Pero crece como un murmullo incómodo. Una mezcla de cansancio, crítica y necesidad de cambio. En una nación en ruinas, incluso la imagen del líder resistente comienza a desgastarse. Y aunque las elecciones estén suspendidas, la política —como la memoria— nunca se detiene del todo. Lo que venga después dependerá no solo del resultado de la guerra, sino también de cuánto más pueda resistir el propio relato de Zelenski antes de que su pueblo reclame, otra vez, otro rostro.
commons.wikimedia

Comentarios