Historia de China hasta la República Popular


Zhou Fang. Court Ladies Playing Double-sixes. Freer Gallery of Art. commons.wikimedia

De los orígenes al auge imperial 
No existen registros completamente claros sobre el origen exacto de la civilización china, aunque sí contamos con evidencias arqueológicas que permiten reconstruir su evolución. 
En la escritura hebrea, por ejemplo, se hace referencia al pueblo chino con el nombre de Sin. En Isaías 49:12 se lee: “Mirad, estos vendrán de lejos; y he aquí, otros del norte y del occidente, y otros de la tierra del Sinim”. 
Las primeras dinastías de China —Xia, Shang y Zhou— marcaron el inicio de su civilización. La dinastía Xia, considerada semilegendaria, habría existido alrededor del 2070 a.C., seguida por la dinastía Shang (c. 1600–1046 a.C.) y luego por la dinastía Zhou (c. 1046–256 a.C.). Estas casas reales gobernaban sobre diversas tribus aún no unificadas bajo un Estado centralizado. 
Durante este periodo surgieron las principales corrientes filosóficas que influirían profundamente en la cultura china. El taoísmo, por ejemplo, se desarrolló formalmente hacia el siglo VI a.C. como una cosmovisión orientada a la armonía con la naturaleza. 
En esa misma época emergió la figura de Confucio (551–479 a.C.), pensador fundamental del confucianismo. Esta doctrina exaltaba la virtud, la piedad filial, el amor y la benevolencia como pilares esenciales de la vida. 
Más adelante, hacia el siglo I d.C., se introdujo el budismo, que junto con el taoísmo y el confucianismo conformó la base del pensamiento espiritual y filosófico de China durante siglos. 


Monumento a Confucio. commons.wikimedia

Durante la dinastía Zhou, especialmente en su última etapa, se produjeron importantes transformaciones sociales y políticas. Distintos reinos comenzaron a fusionarse y establecieron vínculos más estrechos, aunque aún no existía una unificación nacional. Se calcula que llegaron a existir hasta 170 Estados diferentes durante este tiempo, muchos de ellos identificados como “Shu”. 
A pesar de esta fragmentación, la población comenzaba a desarrollar un sentimiento de identidad cultural compartida, lo cual facilitaría más adelante la unificación del país. También en esta época comenzó una tendencia hacia la modernización. Se generalizó el uso de herramientas y armas de hierro, lo cual modificó la economía y las relaciones de poder. La última etapa de la dinastía Zhou, conocida como el Periodo de los Reinos Combatientes, fue testigo de un intenso florecimiento del pensamiento filosófico y político. Finalmente, la dinastía Zhou cayó, y con la unificación de los diversos reinos bajo Qin Shi Huangdi en el año 221 a.C., nació el Imperio Chino. 
La Era Imperial China se extendió por casi dos mil años, desde el siglo III a.C. hasta principios del siglo XX, cuando se produjo la Revolución China. Durante estos siglos, el imperio atravesó numerosos conflictos internos y fue atacado repetidamente por pueblos nómadas del norte. Para defenderse de estas amenazas, se construyó una de las estructuras más icónicas de la humanidad: la Gran Muralla China, concebida originalmente por Qin Shi Huangdi como barrera frente a los invasores. 


Gran Muralla China. commons.wikimedia

Este mismo emperador es también conocido por haber mandado construir el famoso Ejército de Terracota hacia el año 210 a.C., enterrado en su mausoleo. Compuesto por unos 8000 soldados de piedra, este ejército tenía la función simbólica de proteger al emperador incluso en el más allá. Su descubrimiento ha proporcionado valiosa información sobre las tácticas militares y la tecnología armamentista de aquella época. 


Ejército de Terracota. commons.wikimedia

China ha estado históricamente a la vanguardia de numerosos desarrollos en relación con Europa, especialmente en los campos de la tecnología, la metalurgia y las artesanías. Ejemplos notables incluyen la invención del papel y la pólvora, así como destacados avances en la orfebrería y el trabajo de metales. Ya en el siglo IV, los herreros chinos dominaban la producción de hierro fundido, y hacia el siglo VI habían desarrollado técnicas para producir acero endurecido. Según algunas fuentes, hacia el siglo I de nuestra era, China producía alrededor de 150.000 toneladas de hierro y acero, una cifra extraordinaria para la época. 
En cuanto a la imprenta, los chinos utilizaban desde el siglo IX técnicas de impresión con bloques de madera. Además, en el año 1040, el inventor Bi Sheng desarrolló un sistema de tipos móviles de porcelana. Johannes Gutenberg introduciría siglos más tarde, en Europa, los tipos móviles metálicos, revolucionando la cultura occidental. Sin embargo, la tecnología básica de impresión ya había sido inventada en China mucho antes. 


Museo de la imprenta de Beijing. tipos móviles de madera. commons.wikimedia

Entre los siglos V y XV, la civilización china se mantuvo muy por delante de Europa en numerosos aspectos científicos, tecnológicos y culturales. Para el siglo XII, China contaba con una población aproximada de 100 millones de personas. Productos como la cerámica y la seda eran altamente valorados en Europa y considerados artículos de lujo. 
Con el tiempo, se consolidó en China una visión sinocentrista, según la cual el Imperio del Medio se concebía como el centro del mundo civilizado. A los pueblos que no compartían su cultura se los denominaba genéricamente como “bárbaros”, entre ellos tanto los mongoles como los europeos medievales. Para los europeos, en cambio, China representaba un mundo lejano e inaccesible, tanto por la barrera natural del Himalaya como por su superioridad militar. Aun así, las caravanas comerciales se aventuraban en largos y difíciles viajes para obtener productos como la seda. A pesar de sus vastos conocimientos náuticos y de contar con una flota tecnológicamente avanzada, China eligió concentrarse en sí misma, desarrollando una sociedad cerrada y autárquica. 
Sin embargo, durante la dinastía Ming, entre los años 1405 y 1433, se llevaron a cabo una serie de expediciones navales encabezadas por el almirante Zheng He, quien viajó a la India, al Cuerno de África e incluso hasta el estrecho de Ormuz. Estas expediciones demostraban el poderío naval chino, cuya flota era, en aquel momento, muy superior a cualquier armada europea. 
Hacia mediados del siglo XIII, aparece la figura del viajero veneciano Marco Polo, quien —según relatos históricos— permaneció al servicio del emperador Kublai Kan durante 23 años, llegando incluso a ser designado gobernador de la ciudad de Yangzhou durante tres años. 
Marco Polo, miembro de la nobleza veneciana, desempeñó un papel fundamental en el establecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales entre China y Europa. A su regreso a Venecia en 1295, relató sus experiencias en El libro de las maravillas del mundo, obra que fascinó a los europeos e incentivó el comercio con Oriente. 


Mosaico de Marco Polo del Palazzo Tursi. commons.wikimedia

Estos contactos marcaron el inicio de lo que posteriormente sería conocida como la Ruta de la Seda, una vasta red comercial que China expandió a través de Asia, África y Europa, transformándose en un eje clave del intercambio internacional. 

El Imperio del Medio frente al Imperio de las Sombras: La antesala del choque entre China y Occidente 
Tras el viaje de Marco Polo y la apertura de nuevas rutas comerciales, la China de los Yuan —gobernada por los descendientes de Gengis Kan— vivió un periodo de contacto más estrecho con el mundo exterior. No obstante, esta dinastía mongola no perduró. En 1368, una insurrección liderada por Zhu Yuanzhang puso fin al dominio extranjero y estableció la dinastía Ming. La era Ming (1368–1644) fue un periodo de esplendor cultural, avance tecnológico y consolidación del poder central. 
Bajo esta dinastía, China alcanzó un notable desarrollo económico y militar. En este contexto se destacan los viajes del almirante Zheng He, cuyas imponentes expediciones marítimas demostraron la capacidad naval china. Sin embargo, no derivaron en colonización ni expansión territorial duradera. 
En un giro introspectivo, la Corte desmanteló la flota y prohibió los viajes oceánicos, reafirmando la vocación autárquica del imperio. Este aislamiento voluntario coincidió con el ascenso de las potencias europeas, que en ese momento comenzaban su expansión colonial. 
Mientras China se cerraba al mundo, Europa daba sus primeros pasos hacia la modernidad. A mediados del siglo XVII, los Ming sucumbieron ante una rebelión interna y la invasión de los manchúes, quienes instauraron la dinastía Qing en 1644. 
Hacia fines del siglo XVIII, China se encontraba en la cúspide de su grandeza imperial. La dinastía Qing, fundada por las tribus manchúes, había consolidado un Estado fuerte y un vasto aparato burocrático. Su prestigio era tal que se consideraban el centro del mundo civilizado. Sin embargo, este apogeo coincidió con un cambio global profundo: la Revolución Industrial en Europa, que transformó radicalmente las relaciones de poder. 
El ascenso del Imperio Británico vino acompañado de una nueva clase dirigente: una élite financiera cada vez más poderosa, radicada en la City de Londres. Esta aristocracia mercantil, conocida en ciertos círculos como la Nobleza Negra Veneciana, habría trasladado su centro de operaciones de Venecia a Londres a fines del siglo XVII. Desde allí, tejió una red de influencia global, utilizando testaferros privilegiados —algunas prominentes familias judías al servicio de la Corona—, iniciadas en los ritos de las logias masónicas e iluministas, con el objetivo de imponer un Nuevo Orden Mundial regido desde las sombras. 
China, por su parte, permanecía al margen, encerrada en su excepcionalismo cultural. No percibía aún la amenaza que representaban las potencias tecnológicas emergentes de Occidente. Las gigantescas naves chinas de siglos anteriores habían sido reemplazadas por una marina obsoleta, mientras los acorazados británicos, propulsados a vapor y equipados con cañones móviles, anunciaban un nuevo equilibrio de poder. China conocería esta tecnología en las peores circunstancias posibles. 
En 1793, el Imperio Británico dio su primer paso formal para establecer relaciones diplomáticas y comerciales con China. El rey Jorge III envió una misión encabezada por Lord George Macartney, con el respaldo de la Compañía Británica de las Indias Orientales, financiada por la élite financiera londinense. 


George Macartney. commons.wikimedia



Embajada de Lord Macartney en China 1793. Primer encuentro de Macartney con Qianlong. El niño de la derecha es George Staunton, de once años, que impresionó al Emperador con su chino hablado. commons.wikimedia


El objetivo era doble: abrir el comercio con China y establecer una embajada permanente. Los productos chinos —té, seda, porcelana— eran codiciados en Europa, pero los emperadores Qing no veían valor en lo que Occidente ofrecía a cambio. El fracaso fue rotundo. Los regalos británicos fueron interpretados como tributo de vasallaje, y la negativa de Macartney a realizar el ritual del kowtow (postrarse ante el Emperador) fue vista como una afrenta. El Emperador respondió con una carta que enfureció a Londres: “La capital china es el centro sobre el que giran todas las partes del mundo... A los súbditos de vuestros dominios nunca se les permitirá abrir comercio en Pekín”. Y añadió: “Vuestro deber ineludible es comprender con reverencia mis sentimientos y obedecer estas instrucciones en lo sucesivo y para siempre”. 
Esta soberbia imperial ignoraba las consecuencias de provocar al poder emergente del Atlántico Norte. Aunque diplomáticamente humillados, los británicos recogieron valiosa inteligencia sobre el Imperio del Medio. Sabían que habría una segunda oportunidad. 
En 1816, tras la caída de Napoleón, una nueva expedición encabezada por Lord William Amherst intentó nuevamente abrir puertas en China. La negativa a realizar el kowtow volvió a frustrar la misión. 


Sir Thomas Lawrence - Lord Amherst. commons.wikimedia

Sin embargo, esta visita dejó una huella estratégica: los británicos identificaron un afloramiento rocoso, poco poblado, conocido como Hong Kong, que sería clave en los años venideros. La paciencia británica se agotaba. Como diría el historiador Roger Peyrefitte: “Si China se mantenía cerrada, habría que derribar a golpes sus puertas”. Occidente no toleraría por mucho más tiempo que el sistema monárquico chino los tratara como “bárbaros”. 
A medida que la demanda europea por productos chinos crecía, el Imperio Británico se enfrentaba a un déficit comercial crónico. La plata fluía hacia China sin retorno equivalente. Entonces, Londres encontró una solución siniestra: el opio. 


Estatuas que muestran la Primera Guerra del Opio. commons.wikimedia


Cultivado en la India y contrabandeado en redes organizadas, el opio comenzó a inundar el mercado chino. En pocos años, la adicción se extendió desde campesinos hasta funcionarios imperiales. Para los estrategas del Imperio, el opio no era solo una mercancía: era un arma. Una herramienta para desestabilizar a China desde dentro. 
Entre los principales beneficiarios de esta política se encontraba la familia Rothschild, poderosa casa financiera que financió la Compañía de las Indias y diversas operaciones coloniales. 
En 1839, tras una gran incautación de opio por parte de las autoridades chinas, estalló la Primera Guerra del Opio. El poderío naval británico aplastó fácilmente a las fuerzas Qing. A partir de entonces, China fue obligada a aceptar tratados desiguales que garantizaban el comercio de opio y cedían puertos estratégicos a las potencias europeas. 


Guerra del Opio. commons.wikimedia

La humillación se profundizó en 1856, con la Segunda Guerra del Opio. Nuevamente, China fue vencida y forzada a abrir más puertos y conceder mayores privilegios. Hong Kong, aquel islote observado por Amherst, pasaría a ser colonia británica. Así comenzó una larga era de decadencia para el Imperio del Medio. El esplendor de los Ming y la fortaleza de los primeros Qing quedaban atrás. El país que se creía el centro del mundo había sido doblegado por la nueva aristocracia global, una red oculta de intereses financieros, comerciales y estratégicos que ya movía los hilos del mundo desde Londres. 


Segunda guerra del opio. commons.wikimedia

Del Imperio Humillado a la Nación Soberana: la Larga Marcha de China hacia el Poder Mundial 
El enfrentamiento con las potencias occidentales, en especial con el Imperio Británico, marcó el comienzo de lo que la historiografía china denomina el “Siglo de la Humillación”. 
Las Guerras del Opio (1839–1842 y 1856–1860) pusieron en evidencia la inferioridad militar del antiguo imperio frente a las potencias industrializadas de Occidente. El resultado fue devastador: China se vio forzada a ceder Hong Kong a los británicos, abrir numerosos puertos al comercio extranjero y aceptar tratados desiguales profundamente humillantes, como los Tratados de Nankín y de Tianjin. 
Estos conflictos no se limitaron a disputas comerciales. En realidad, fueron acciones premeditadas para quebrar la soberanía china, imponer un modelo de dependencia económica y garantizar el acceso occidental a recursos y mercados. 
Los tratados forzaron la legalización del comercio del opio, permitieron la cesión de enclaves estratégicos y otorgaron privilegios de extraterritorialidad a las potencias occidentales. Gran Bretaña, apoyada por redes financieras internacionales —como la poderosa Compañía Británica de las Indias Orientales—, pretendía establecer un control indirecto pero efectivo sobre China. Las élites chinas, conscientes del peligro existencial que enfrentaban, comenzaron a ocultar y resguardar sus tesoros milenarios: objetos de jade, porcelanas imperiales, manuscritos antiguos y, sobre todo, grandes cantidades de oro. Este oro —según muchas fuentes— sería clave décadas más tarde en los reordenamientos monetarios y geopolíticos del siglo XXI. Su destino sigue envuelto en misterio y disputa, pero forma parte de la intrincada trama del nuevo orden mundial. 
La cesión de Hong Kong no fue un hecho aislado. La ocupación de enclaves portuarios fue una táctica predilecta de las oligarquías mercantiles occidentales, especialmente de la llamada Nobleza Negra veneciana, heredera del arte de la dominación comercial sin necesidad de colonización territorial directa. 
Su objetivo era controlar el flujo de mercancías y la política local mediante el soborno, los tratados coercitivos y la guerra económica. Así, en 1841, el almirante británico John Gordon Bremer izó la bandera imperial en Hong Kong, declarando formalmente la isla como colonia británica. 
A partir de allí, se construyeron almacenes navales, fortificaciones militares y un nuevo nodo para el comercio global bajo dominio británico. 
El desmembramiento de China se profundizó. La ciudad de Tianjin es un ejemplo paradigmático: allí se otorgaron concesiones comerciales a ocho potencias extranjeras, incluidas naciones sin tradición colonialista, como el Imperio Austrohúngaro. 
En la práctica, China dejó de ser un imperio soberano para convertirse en una semi-colonia gestionada por intereses foráneos. Con el comercio llegaron también los misioneros cristianos, quienes alteraron el tejido espiritual y social del país. 
Esta intromisión provocó una serie de levantamientos civiles. El más emblemático fue el de los llamados “Boxers” —nombre dado por los occidentales debido a su dominio de artes marciales—. Ellos mismos se autodenominaban Yihetuán (“Puños de la justicia y de la armonía”), y encabezaron una resistencia nacionalista contra la ocupación imperialista. La rebelión fue sofocada brutalmente por la “Alianza de las Ocho Naciones”: Japón, Rusia, Reino Unido, Francia, Estados Unidos, Alemania, Austria-Hungría e Italia. 
Dotadas de armamento moderno, las tropas extranjeras aplastaron sin dificultad al movimiento Boxer, cuyos miembros creían en rituales de invulnerabilidad y protección espiritual. La derrota fue catastrófica. 


Rebelión de los Bóxers en el Castillo de Beijing

El emperador quedó a merced de los invasores, el aparato militar chino colapsó y las reformas internas fueron paralizadas. El ejército se volvió ingobernable, mal financiado y desmoralizado. Mientras tanto, el pueblo sufría: el monopolio extranjero asfixiaba la economía, la corrupción se propagaba, y la agricultura se desplomaba. 
En 1910, una epidemia de peste neumónica, acompañada de severas inundaciones, agravó aún más la crisis. La dinastía Qing, que durante siglos había gobernado con autoridad imperial, estaba al borde del colapso. 
Fue entonces cuando surgieron las fuerzas reformistas y revolucionarias. Algunos abogaban por una monarquía constitucional; otros por una ruptura total con el pasado. La Revolución de Xinhai, liderada por el médico y político Sun Yat-sen, estalló en 1911 y derrocó a la dinastía Qing. 


Sun Yat-sen. commons.wikimedia

El emperador Puyi, de solo seis años, abdicó al trono en 1912. Así nacía la República de China. Pero lejos de traer estabilidad, el nuevo régimen se encontró con un país fragmentado, sin autoridad central real y dividido entre señores de la guerra regionales. 
En ese clima de descomposición surgieron dos grandes fuerzas políticas: el Kuomintang (Partido Nacionalista), fundado por el propio Sun Yat-sen, y el Partido Comunista Chino, creado en 1921 e inspirado por la Revolución Rusa. 


Cantón 1.a división con bandera del Kuomintang. commons.wikimedia

Aunque inicialmente cooperaron, las tensiones ideológicas y estratégicas derivaron en una guerra civil durante los años 30. Uno de los protagonistas centrales de este proceso fue Mao Zedong, un intelectual rural convertido en estratega militar y líder revolucionario. 


Mao Zedong (año 1937). commons.wikimedia


Mao durante la Larga Marcha. commons.wikimedia

En 1934, tras una serie de derrotas, Mao encabezó la famosa “Larga Marcha”, una retirada de más de 9.000 kilómetros a través de regiones montañosas y hostiles. Aunque costosa en vidas, esta epopeya consolidó el liderazgo de Mao y cimentó el mito del Partido Comunista. 
La invasión japonesa de Manchuria en 1931 y la posterior Guerra Sino-Japonesa (1937–1945) obligaron a los comunistas y nacionalistas a formar una alianza temporal para enfrentar al enemigo externo. 
Sin embargo, las tensiones internas nunca cesaron. Tras la rendición japonesa al final de la Segunda Guerra Mundial, la guerra civil se reanudó con mayor intensidad. En 1949, tras una serie de ofensivas militares exitosas, Mao proclamó desde la Plaza de Tiananmén el nacimiento de la República Popular China. Los nacionalistas, liderados por Chiang Kai-shek, se refugiaron en la isla de Taiwán, estableciendo allí un gobierno separado. Comenzaba así una nueva etapa en la historia milenaria de China: la era del comunismo, la revolución permanente y el ascenso de una figura que marcaría a fuego el siglo XX: Mao Zedong.

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