Sionismo: una historia de poder, religión y geopolítica
El mandato bíblico: origen espiritual de una promesa territorial
El punto de partida del sionismo se remonta a los relatos bíblicos del Antiguo Testamento, donde se describe la alianza entre Yahvé —el Dios del pueblo hebreo— y Abraham, el patriarca de Israel. Según el libro del Génesis, Dios promete a Abraham una tierra para él y su descendencia: "A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río Éufrates" (Génesis 15:18). Esta promesa se reitera más adelante con Isaac y Jacob, nieto de Abraham, también conocido como Israel, de donde proviene el nombre del pueblo y del futuro Estado.
En la tradición judía, esta tierra prometida —la Tierra de Canaán— corresponde aproximadamente a lo que hoy es Israel, Cisjordania, Gaza, y parte de los actuales territorios de Líbano, Siria y Jordania. Desde una visión religiosa, este territorio no es simplemente una porción de tierra, sino una herencia sagrada, una propiedad otorgada por mandato divino, con valor eterno.
Durante siglos, este concepto formó parte del imaginario espiritual y cultural del pueblo judío, especialmente tras la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C. por parte del Imperio Romano, lo que dio inicio a la Diáspora, la dispersión del pueblo judío por distintas partes del mundo. A pesar de la distancia, la idea del “retorno a Sion” (Sion siendo uno de los nombres simbólicos de Jerusalén) fue alimentada a través de las oraciones, la liturgia y la esperanza mesiánica.
Los israelitas bebiendo el agua milagrosa, de Jacopo Bassano (Museo del Prado) - commons.wikimedia
Este mandato bíblico no se tradujo de inmediato en un proyecto político. Durante más de 1.800 años, fue más bien una aspiración espiritual, una promesa divina mantenida viva en el corazón de la religión y la identidad judía. Recién a fines del siglo XIX, en un contexto secular, europeo y nacionalista, ese antiguo anhelo comenzó a tomar forma política concreta, dando nacimiento al movimiento sionista. Pero esa etapa será tratada más adelante. Por ahora, basta con señalar que el mandato bíblico operó como fundamento religioso, emocional y cultural del reclamo territorial que daría forma al sionismo moderno.
El Estado de los Judíos: el sionismo toma forma política
En 1896, el periodista y abogado austrohúngaro Theodor Herzl publicó un breve pero impactante libro titulado Der Judenstaat (El Estado de los Judíos), que marcó un antes y un después en la historia del pueblo judío y en el pensamiento político europeo. A diferencia de los enfoques religiosos y tradicionales sobre el regreso a Sion, Herzl propuso una solución concreta, práctica y secular: la creación de un Estado independiente y soberano para los judíos en algún lugar del mundo, preferentemente en Palestina, pero también considerando otras opciones como Argentina.
Herzl no apelaba al mandato bíblico ni a la fe, sino a la necesidad urgente de un refugio nacional ante el creciente antisemitismo en Europa. En particular, se vio profundamente influenciado por el caso Dreyfus en Francia, un juicio que expuso de manera brutal el prejuicio antijudío en uno de los países considerados más modernos y liberales del continente. Para Herzl, quedó claro que la asimilación no garantizaba la seguridad ni la aceptación de los judíos en las sociedades europeas. La única solución realista, según él, era la soberanía política.
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Der Judenstaat es considerado el texto fundacional del sionismo político moderno. En sus páginas, Herzl describe la necesidad de crear una organización internacional que negocie con las grandes potencias de la época la cesión de un territorio donde se pudiera construir ese Estado. Proponía también la creación de una sociedad judía organizada, con instituciones económicas, legales y militares propias, que pudiera preparar el camino para la emigración masiva y la colonización sistemática del futuro territorio.
Herzl planteaba que el problema judío no era religioso, sino nacional, y por lo tanto debía resolverse con una herramienta propia del siglo XIX: el Estado-nación. Su propuesta fue recibida con entusiasmo por algunos sectores del judaísmo europeo, pero también con mucha resistencia por parte de judíos religiosos, que consideraban prematuro (incluso blasfemo) anticipar la redención sin la llegada del Mesías. Sin embargo, a pesar de las divisiones internas, el libro de Herzl sembró la semilla de un movimiento que en pocas décadas transformaría el mapa político del Medio Oriente.
El proyecto en Argentina: una patria judía en el fin del mundo
Antes de que Palestina se consolidara como el destino central del sionismo político, hubo varios proyectos alternativos para establecer un Estado judío en otras regiones del mundo. Uno de los más relevantes —y a menudo olvidado— fue el plan de colonización judía en Argentina, considerado seriamente por Theodor Herzl y promovido por diversas organizaciones judías a fines del siglo XIX. Argentina no solo fue mencionada explícitamente en Der Judenstaat (1896), sino que durante un tiempo fue vista como una opción viable y atractiva para el sueño nacional judío.
Herzl valoraba la posibilidad de establecer un Estado en Argentina por su vastedad territorial, su baja densidad poblacional, su política migratoria abierta y su potencial agrícola. En el libro, escribió: “Si Su Majestad el Sultán nos diera Palestina, tomaríamos la tierra sin dificultad; pero si Su Majestad nos ofreciera Argentina, también sería aceptable”. En ese momento, Argentina estaba promoviendo la inmigración europea para poblar su extenso interior y modernizar su economía, lo que coincidía con los intereses del movimiento sionista.
La idea de Argentina como un posible hogar para los judíos no surgió de la nada. Ya en 1889 había comenzado un movimiento migratorio organizado con apoyo financiero del barón Edmond de Rothschild y luego del filántropo ruso-alemán Maurice de Hirsch. Este último fundó en 1891 la Jewish Colonization Association (JCA), una entidad que compró tierras en varias provincias argentinas (sobre todo en Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires y La Pampa) con el objetivo de asentar allí a miles de judíos perseguidos por los pogromos en Europa Oriental.
Estas colonias agrícolas dieron origen a lo que se conoció como “el gaucho judío”, un fenómeno social y cultural único. Eran comunidades rurales, muchas veces aisladas, donde se combinaban el trabajo agrícola, la organización cooperativa y la preservación de las tradiciones judías. Las colonias más emblemáticas fueron Moisés Ville, Basavilbaso y Villa Clara, que aún hoy conservan huellas de ese pasado.
Sin embargo, el proyecto de un Estado judío soberano en territorio argentino no prosperó. A pesar del éxito relativo de las colonias agrícolas, hubo múltiples obstáculos: las distancias, la fragmentación de los asentamientos, las dificultades económicas, la falta de cohesión política interna y, sobre todo, la preferencia cada vez más firme de los sionistas por Palestina como “la tierra de los antepasados”. Además, el gobierno argentino nunca apoyó oficialmente la idea de una soberanía judía dentro de su territorio, y los líderes del movimiento entendieron que avanzar en esa dirección podía generar tensiones con los Estados anfitriones.
Finalmente, el proyecto argentino fue descartado formalmente en los congresos sionistas, especialmente a partir del establecimiento del objetivo “Palestina como hogar nacional judío” tras el Congreso de Basilea en 1897. No obstante, las colonias judías en Argentina siguieron existiendo y fueron un componente vital de la diáspora durante varias décadas.
El caso argentino, más que un intento de “compra territorial”, fue un experimento social y político que dejó huellas profundas. Demostró que el pueblo judío podía organizarse, trabajar la tierra y crear comunidades sostenibles. Pero también dejó claro que, para el sionismo político, la dimensión simbólica y espiritual del territorio era tan importante como la geográfica, y Palestina ofrecía una legitimidad histórica y emocional que ningún otro lugar podía igualar.
En la actualidad, la relación entre los gobiernos de Argentina e Israel ha alcanzado niveles de alineamiento sin precedentes. El presidente Javier Milei ha adoptado una postura de abierta subordinación a la agenda del gobierno de Benjamin Netanyahu, al punto de tomar decisiones que han sido interpretadas, tanto dentro como fuera del país, como gestos de obediencia geopolítica más que de diplomacia soberana. Apenas iniciado su mandato, Milei anunció su intención de trasladar la embajada argentina de Tel Aviv a Jerusalén, una medida profundamente simbólica que reconoce de facto la ciudad como capital exclusiva del Estado de Israel, en contradicción con las resoluciones internacionales que llaman a mantener el estatus neutral de Jerusalén Este hasta alcanzar una solución negociada con los palestinos.
No se trató de un gesto aislado. En múltiples actos públicos, Milei ha besado la bandera israelí, ha viajado a Jerusalén como presidente electo para encontrarse con rabinos y funcionarios del gobierno israelí antes de asumir en Buenos Aires, y ha declarado abiertamente a Irán como “enemigo de la República Argentina”, alineándose así con la visión estratégica de Tel Aviv y Washington. Más aún, su gobierno anuló por decreto la ley que limitaba la compra de tierras por parte de extranjeros, abriendo la posibilidad de una extranjerización acelerada del territorio nacional, incluso en zonas sensibles como la Patagonia, un área históricamente mencionada en teorías y debates sobre su posible valorización estratégica para intereses foráneos.
En este contexto, la posibilidad de que Argentina se transforme en un territorio receptivo a la migración sionista no es una simple especulación. Con un gobierno dispuesto a desregular la tenencia de la tierra, a alinearse sin matices con Israel en política internacional y a adoptar medidas que afectan directamente la soberanía territorial y económica del país, la Argentina contemporánea ofrece condiciones particularmente favorables para la instalación de capitales, instituciones o poblaciones asociadas con los intereses del sionismo internacional. Ya no se trata de colonias agrícolas aisladas, como en el siglo XIX, sino de decisiones de Estado que podrían reconfigurar aspectos estructurales del país en función de alianzas extranjeras.
Javier Milei y Benjamín Netanyahu - commons.wikimedia
El rol del poder financiero y la ocupación británica de Palestina
El proyecto sionista moderno no se habría consolidado sin el respaldo de ciertos sectores del poder financiero internacional, entre los cuales el apellido Rothschild ocupa un lugar central. Esta familia de banqueros, originaria de Frankfurt y extendida desde el siglo XIX por Londres, París, Viena y otras capitales europeas, no solo financió las primeras colonias agrícolas judías en Palestina, sino que desempeñó un papel crucial en las negociaciones diplomáticas que condujeron a la ocupación británica del territorio y a la futura creación del Estado de Israel.
Ya en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, miembros de la familia Rothschild (especialmente Edmond de Rothschild en Francia y Lionel Walter Rothschild en Inglaterra) utilizaron su influencia política y económica para apoyar al movimiento sionista. Edmond financió directamente más de treinta asentamientos agrícolas judíos en Palestina desde 1882, asegurando tierras, herramientas y conocimientos técnicos para los pioneros que llegaban de Europa del Este. Estas colonias sirvieron como base territorial, económica y organizativa del futuro proyecto estatal.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, el escenario geopolítico de Medio Oriente comenzó a transformarse de manera radical. El Imperio Otomano, que hasta entonces había controlado Palestina durante siglos, se alió con Alemania y el Imperio Austrohúngaro, colocándose en el bando contrario al Reino Unido y Francia. Esto abrió una oportunidad estratégica para las potencias aliadas, que planearon de antemano cómo repartirse los territorios otomanos una vez finalizada la guerra.
En 1916, mediante el acuerdo secreto conocido como Tratado Sykes-Picot, el Reino Unido y Francia trazaron un mapa en el que se repartían zonas de influencia en el Medio Oriente. Según este acuerdo, Palestina quedaba bajo control internacional, pero en la práctica sería ocupada y administrada por los británicos, como luego sucedió oficialmente con el Mandato Británico aprobado por la Sociedad de las Naciones en 1922. Esta ocupación no fue improvisada: fue parte de una planificación geoestratégica que combinaba intereses imperiales, rutas comerciales y vínculos con el movimiento sionista.
El paso decisivo se dio el 2 de noviembre de 1917, cuando el entonces secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, Arthur James Balfour, firmó una carta dirigida a Lionel Walter Rothschild, líder de la comunidad judía británica y miembro destacado del movimiento sionista. Esta carta, conocida como la Declaración Balfour, afirmaba: “El Gobierno de Su Majestad ve con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y empleará sus mejores esfuerzos para facilitar la consecución de este objetivo…”
Balfour Declaration in the Times 9 November 1917 - commons.wikimedia
La Declaración Balfour fue el primer reconocimiento oficial de una potencia mundial al objetivo sionista de establecer una presencia nacional en Palestina. Pero no era una simple expresión de simpatía: estaba cargada de consecuencias geopolíticas. El documento omitía deliberadamente mencionar los derechos políticos de los árabes que habitaban la región, reduciéndolos a “comunidades no judías”, a pesar de que constituían el 90% de la población. Además, fue utilizado como herramienta diplomática para obtener el apoyo de los judíos internacionales (especialmente los vinculados al poder económico y mediático) en favor de la causa aliada durante la guerra.
La ocupación británica de Palestina tras el fin de la guerra, combinada con el respaldo financiero de familias como los Rothschild y el reconocimiento diplomático contenido en la Declaración Balfour, permitió una aceleración del proceso migratorio judío a la región, el desarrollo de instituciones autónomas (como la Agencia Judía) y la progresiva consolidación del proyecto sionista como una realidad política en marcha. La semilla sembrada décadas antes en los círculos financieros y diplomáticos de Europa comenzaba a dar frutos sobre el terreno, bajo la sombra de una potencia colonial y con la resistencia creciente de la población árabe autóctona, que veía cómo su tierra pasaba a ser escenario de un plan cuidadosamente diseñado sin su consentimiento.
Entre guerras: resistencia árabe y pactos impensados
Tras la Primera Guerra Mundial y la consolidación del Mandato Británico sobre Palestina en 1922, el movimiento sionista avanzó con fuerza creciente, beneficiado por tres factores decisivos: el respaldo de Londres, el financiamiento internacional y la inmigración judía organizada. Mientras tanto, la población árabe local, mayoritaria en número, se encontró de pronto bajo un nuevo régimen colonial que no solo le imponía una autoridad extranjera, sino que facilitaba la llegada masiva de colonos europeos que compraban tierras, fundaban kibutzim (cooperativas agrícolas) y comenzaban a construir estructuras preestatales judías, como escuelas, sindicatos, milicias y bancos.
La resistencia palestina fue inmediata. Ya en 1920 y 1921 se produjeron levantamientos armados, y en 1929 estallaron enfrentamientos sangrientos en ciudades como Hebrón y Jerusalén, con ataques de ambos bandos. Pero el punto culminante de esta etapa fue la gran rebelión árabe de 1936-1939, una insurrección popular que combinó huelgas generales, sabotajes, ataques a colonias y enfrentamientos armados contra las fuerzas británicas y los asentamientos sionistas. La represión fue brutal: los británicos desplegaron decenas de miles de soldados, crearon tribunales militares sumarios y colaboraron con grupos paramilitares sionistas para aplastar la rebelión. Aquel levantamiento dejó miles de muertos palestinos y marcó el principio del fin del liderazgo árabe tradicional, que fue diezmado política y militarmente.
Mientras tanto, en Europa, el ascenso del nazismo modificó el tablero geopolítico. A partir de 1933, con la llegada de Adolf Hitler al poder en Alemania, se intensificaron las políticas antisemitas: exclusión de judíos de la función pública, boicots comerciales, quema de libros y, posteriormente, leyes raciales como las de Núremberg en 1935, que despojaban a los judíos de la ciudadanía alemana. La persecución era brutal, pero en ese escenario surgió una paradoja histórica: el Tercer Reich firmó un acuerdo con el movimiento sionista para facilitar la emigración de judíos alemanes a Palestina.
Este pacto, conocido como el Acuerdo Haavara (“acuerdo de transferencia”), fue firmado en agosto de 1933 entre la Federación Sionista de Alemania, el Banco Anglo-Palestino (brazo financiero de la Agencia Judía) y el Ministerio de Economía nazi. El acuerdo permitía a los judíos alemanes que emigraban a Palestina transferir parte de sus bienes en forma de productos alemanes exportados al Mandato Británico. A cambio, Alemania obtenía acceso a un nuevo mercado para su industria, desafiando así el boicot económico internacional que muchos grupos judíos y antifascistas estaban promoviendo contra el régimen nazi.
Entre 1933 y 1939, unas 60.000 personas emigraron de Alemania a Palestina bajo este programa. El acuerdo inyectó millones de marcos a la economía alemana en forma de exportaciones, beneficiando al imperialismo económico del Reich, mientras fortalecía la colonización sionista sobre tierra palestina. Fue un acuerdo polémico incluso dentro del propio judaísmo: muchos lo vieron como una traición a la causa de la resistencia antifascista y al boicot internacional contra Hitler. Pero para el sionismo político, era una forma de salvar vida y construir nación.
Mientras miles de judíos comunes buscaban desesperadamente escapar del horror, un grupo reducido de familias judías poderosas vinculadas al mundo financiero internacional logró obtener salvoconductos y permisos especiales para abandonar Europa con seguridad y patrimonio. Apellidos como Goldman, Sachs, Loeb, Lazard, Guggenheim, Oppenheim y Warburg no solo lograron salir a tiempo, sino que en muchos casos ya habían establecido vínculos sólidos con bancos, empresas e instituciones en Estados Unidos desde décadas antes.
Estas familias formaban parte de una élite transnacional que, en muchos casos, tenía influencias dentro del sistema bancario estadounidense, la Reserva Federal, Wall Street y redes diplomáticas europeas. Su salida no fue azarosa: fue gestionada mediante conexiones con embajadas, negociaciones con funcionarios del Reich y operaciones financieras complejas que les permitieron trasladar activos hacia América antes de la guerra o durante los primeros años del conflicto.
Mientras millones de judíos centroeuropeos eran bloqueados en puertos, deportados o exterminados, este sector privilegiado no solo logró escapar, sino también ampliar su poder e influencia en el nuevo orden global que emergía con el ascenso de Estados Unidos como superpotencia.
La historia del periodo entreguerras muestra, así, una compleja red de intereses cruzados: una resistencia árabe ahogada a sangre y fuego, un colonialismo británico funcional al proyecto sionista, un nazismo antisemita que paradójicamente facilitó la colonización judía en Palestina, y una élite financiera judía que, lejos de la persecución, consolidaba su posición en el nuevo centro del poder global. Todo esto configuró el tablero sobre el cual, pocos años después, se fundaría el Estado de Israel.
El final de la guerra y el reparto desigual de Palestina
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945, el mundo estaba devastado, Europa en ruinas y millones de personas desplazadas. La magnitud del Holocausto (con más de seis millones de judíos asesinados por el régimen nazi) generó un clima de enorme simpatía internacional hacia el pueblo judío. Esta situación fue aprovechada por el movimiento sionista para reforzar su demanda de un Estado propio, mientras que Palestina, aún bajo ocupación británica, vivía una creciente tensión entre la población árabe local, la administración colonial y las milicias sionistas cada vez más organizadas y armadas.
Inglaterra, desgastada por la guerra y por las continuas revueltas en Palestina, ya no podía sostener el control del territorio. Además, el escenario global había cambiado: el Imperio Británico iniciaba su declive y Estados Unidos emergía como la nueva potencia dominante, especialmente a través de su creciente influencia en las recién creadas Naciones Unidas.
En 1947, el Reino Unido decidió retirar sus tropas y “ceder” la cuestión palestina a la ONU, un organismo en el que Washington ya comenzaba a imponer su agenda.
El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 181, que recomendaba la partición de Palestina en dos Estados: uno judío y otro árabe, con Jerusalén bajo administración internacional. La votación fue impulsada con fuerza por Estados Unidos, con intensas presiones diplomáticas sobre varios países (incluyendo promesas, amenazas y chantajes) para que votaran a favor.
El reparto territorial fue claramente desproporcionado. En ese momento, los judíos representaban aproximadamente el 33% de la población de Palestina y poseían legalmente alrededor del 7% de las tierras. Sin embargo, el plan les asignó el 55% del territorio, incluyendo zonas agrícolas estratégicas y la costa. A los árabes palestinos, que constituían más del 65% de la población y habían vivido allí durante generaciones, se les adjudicó apenas el 45%, mayoritariamente en áreas montañosas y menos fértiles. Jerusalén, reclamada por ambas partes, quedaba bajo control internacional.
La reacción palestina y árabe fue de rechazo inmediato. Desde su punto de vista, la resolución violaba el principio de autodeterminación de los pueblos: ¿cómo se podía justificar la entrega de más de la mitad del país a una población recién llegada en oleadas migratorias recientes, muchas veces organizada militarmente y con apoyo externo? La negativa no fue una simple obstinación, sino la expresión de una frustración profunda ante un proceso que percibían como colonización forzada bajo el disfraz de legalidad internacional.
El movimiento sionista, por su parte, aceptó el plan (al menos oficialmente) como un paso táctico. En los hechos, ya se preparaba para ir más allá. Desde meses antes de la resolución, milicias como la Haganá, el Irgún y Lehi (Stern) venían acumulando armas, entrenando combatientes y ejecutando operaciones militares para asegurar las zonas asignadas e incluso expandirse más allá de lo previsto. Entre diciembre de 1947 y mayo de 1948, comenzó una campaña de limpieza étnica sistemática, con decenas de masacres, la expulsión forzada de poblaciones árabes, la destrucción de aldeas y el avance de las fuerzas sionistas sobre áreas que, según la propia ONU, correspondían al futuro Estado árabe.
La Resolución 181 no trajo la paz, sino la guerra. Fue el acto formal que legitimó internacionalmente un proyecto ya en marcha, y al mismo tiempo el detonante de una catástrofe para el pueblo palestino. La comunidad internacional, con el liderazgo de Estados Unidos, no sólo legalizó una partición desigual, sino que habilitó una nueva fase de violencia, despojo y ocupación que continúa hasta nuestros días.
La Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, aprobada el 29 de noviembre de 1947, estableció la "partición del Mandato Británico de Palestina" en dos Estados independientes: uno "judío" y otro "árabe", con "Jerusalén bajo administración internacional" debido a su importancia religiosa.
Deir Yassin: el terror como método de conquista
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La masacre de Deir Yassin, ocurrida el 9 de abril de 1948, fue uno de los episodios más brutales y decisivos en el proceso de expulsión masiva del pueblo palestino durante la creación del Estado de Israel. Este pequeño pueblo árabe, situado en las colinas al oeste de Jerusalén, no representaba una amenaza militar significativa: tenía alrededor de 600 habitantes, muchos de ellos campesinos, y había firmado previamente un pacto de no agresión con comunidades judías vecinas. Sin embargo, eso no impidió que fuera elegido como blanco de una operación militar ejemplarizante.
Menájem Beguin - commons.wikimedia
La acción fue ejecutada por dos grupos paramilitares sionistas: el Irgún (dirigido en ese momento por Menájem Beguin, futuro primer ministro de Israel) y la organización Stern (Lehi), con apoyo logístico de la Haganá, el brazo militar oficial del movimiento sionista. En la madrugada del 9 de abril, alrededor de 120 combatientes rodearon el pueblo y comenzaron el asalto casa por casa. Según testigos y múltiples informes independientes, los atacantes utilizaron granadas, armas automáticas y dinamita para demoler viviendas con familias aún dentro. También se han documentado actos de mutilación, ejecuciones sumarias, violaciones y deportaciones forzadas.
El número de muertos varía según las fuentes: la Cruz Roja Internacional estimó al menos 250 asesinados, entre ellos mujeres, niños y ancianos. El comité de investigación de la Agencia Judía, más conservador, habló de 100 víctimas. Lo cierto es que el efecto psicológico fue devastador. La noticia de la masacre se propagó rápidamente por toda Palestina, generando pánico en decenas de aldeas árabes que comenzaron a vaciarse sin ofrecer resistencia, ante el temor de correr la misma suerte que Deir Yassin.
La masacre no fue un error táctico ni un exceso de fuerzas fuera de control. Fue parte de una estrategia deliberada de limpieza étnica, dirigida a provocar el éxodo de la población árabe y consolidar un territorio "judío" homogéneo antes de la proclamación del Estado de Israel. Menájem Beguin escribió más tarde, con orgullo, que "Deir Yassin fue una victoria heroica" y que "sin lo que sucedió allí, no habría habido Estado de Israel".
En las semanas siguientes, el éxodo se intensificó. Se calcula que entre 700.000 y 800.000 palestinos fueron expulsados o huyeron de sus hogares entre 1947 y 1949, en lo que hoy se conoce como la Nakba (la catástrofe). Muchos de ellos aún conservan, o sus descendientes conservan, las llaves de las casas que debieron abandonar a la fuerza.
La masacre de Deir Yassin no fue un hecho aislado, sino uno de los tantos actos de terror que acompañaron la creación del nuevo Estado. Pero por su simbolismo y su impacto, se convirtió en el emblema de una política de ocupación violenta y desplazamiento sistemático que permanece en la memoria histórica palestina como una herida abierta.
Hasta el día de hoy, sus responsables nunca fueron juzgados, y algunos, como Beguin o Yitzhak Shamir (otro líder del Lehi), ocuparon las más altas esferas del poder político en Israel.
La creación del Estado de Israel y el éxodo forzado del pueblo palestino
El 14 de mayo de 1948, un día antes de que expirara formalmente el Mandato Británico sobre Palestina, David Ben-Gurión, presidente de la Agencia Judía, proclamó la creación del Estado de Israel en Tel Aviv. Con ese acto, se materializaba el objetivo central del movimiento sionista: un Estado judío soberano en la tierra prometida. Fue una declaración unilateral, hecha sin consulta ni consentimiento del pueblo palestino, y en un clima de guerra abierta.
Estados Unidos reconoció al nuevo Estado apenas minutos después. Poco después lo hizo la Unión Soviética. La maquinaria diplomática internacional ya había sido preparada para legitimar este paso.
Lo que para unos fue presentado como el cumplimiento de una aspiración histórica, para otros significó el inicio de una tragedia sin fin.
En los meses previos y posteriores a esa proclamación, más de 400 aldeas palestinas fueron arrasadas y cerca de 800.000 personas (dos tercios de la población árabe de Palestina) fueron expulsadas de sus hogares. Huyeron o fueron forzadas a marcharse bajo amenaza armada, tras sufrir masacres como la de Deir Yassin o bombardeos sistemáticos sobre zonas civiles.
Muchas de esas tierras fueron inmediatamente expropiadas por el nuevo Estado israelí mediante leyes ad hoc, y repartidas entre inmigrantes judíos llegados de Europa o de otras partes del mundo. Se destruyeron aldeas completas, se renombraron sitios con toponimia hebrea, y se reescribió la geografía de Palestina para borrar su identidad histórica.
Mientras se expulsaba a los palestinos, el nuevo Estado organizaba sus instituciones. Se estructuraron rápidamente un ejército formal (el Tsahal), un parlamento (la Knéset), un sistema judicial y una política migratoria diseñada para garantizar una mayoría judía permanente.
La Ley del Retorno, aprobada en 1950, ofrecía ciudadanía automática a cualquier judío del mundo que quisiera asentarse en Israel, mientras que los palestinos expulsados no sólo fueron impedidos de volver, sino que fueron declarados "ausentes presentes", es decir, legalmente inexistentes a efectos de propiedad, a pesar de que muchos de ellos aún vivían dentro del territorio que quedó bajo control israelí.
Los países árabes vecinos, al ver lo ocurrido, declararon la guerra al recién creado Estado. Pero la superioridad militar israelí, apoyada por Estados Unidos y otras potencias, resultó decisiva.
En el conflicto de 1948-1949, Israel no solo aseguró el territorio que le había sido asignado por la Resolución 181 de la ONU, sino que avanzó más allá, ocupando el 78% de la Palestina histórica. El 22% restante quedó dividido: Cisjordania fue anexada por Jordania y la Franja de Gaza quedó bajo administración egipcia. Jerusalén, que debía ser internacional según la ONU, fue partida en dos: el oeste controlado por Israel y el este por Jordania.
Desde entonces, el pueblo palestino vive en el exilio, en campos de refugiados, en territorios ocupados o bajo un régimen que niega su autodeterminación. El Estado de Israel fue admitido en la ONU en 1949, pero el derecho al retorno de los refugiados palestinos (reconocido por la Resolución 194) jamás fue respetado.
Lo que se celebró como la “independencia de Israel” fue, para los palestinos, la instauración de un orden basado en el despojo, la violencia y la negación de su existencia como pueblo.
La creación de Israel no fue simplemente el nacimiento de un nuevo Estado, sino el punto de partida de un conflicto colonial aún no resuelto, cuyas consecuencias (humanas, políticas y geográficas) siguen marcando el presente del Medio Oriente y del mundo.
La evolución territorial: de Palestina histórica a la ocupación total
Primera imagen de la izquierda:
Palestina bajo el Mandato Británico (antes de 1947)
Antes de la partición, toda la Palestina histórica estaba bajo control británico. La población era mayoritariamente árabe-palestina (musulmanes y cristianos), con una creciente minoría judía que había llegado principalmente en las décadas de 1920 y 1930.
Segunda imagen desde la izquierda:
Plan de partición de la ONU. Resolución 181 (1947). La ONU propuso dividir Palestina en dos Estados:
Estado judío: 55% del territorio, a pesar de que los judíos eran solo el 33% de la población.
Estado árabe: 45% del territorio, para los palestinos que eran la mayoría demográfica.
Jerusalén: administración internacional.
Los líderes sionistas aceptaron el plan; los palestinos y los países árabes lo rechazaron, considerando que era injusto y violatorio del principio de autodeterminación.
Tercera imagen desde la izquierda:
Guerra de los Seis Días (1967)
Israel lanzó una guerra preventiva contra Egipto, Jordania y Siria. Como resultado, ocupó:
Cisjordania (incluido Jerusalén Este)
Franja de Gaza
Altos del Golán (Siria)
Sinaí (Egipto)
Desde entonces, Cisjordania y Gaza están bajo ocupación militar israelí, aunque Gaza fue "desocupada" en 2005, mantiene un bloqueo total terrestre, marítimo y aéreo.
Imagen de la derecha:
La situación actual (2025)
El territorio que originalmente iba a ser un Estado palestino ha sido reducido a fragmentos desconectados:
En Cisjordania, los palestinos viven en enclaves rodeados de muros, carreteras exclusivas para israelíes y puestos de control militares.
En Gaza, más de 2 millones de personas viven en una franja bloqueada, empobrecida y sometida a repetidos bombardeos.
Hoy, la situación de los palestinos en Gaza y Cisjordania es desesperante. En Gaza, más de dos millones de personas sobreviven en condiciones inhumanas, asediadas por un bloqueo total que les impide el acceso libre a alimentos, medicinas, electricidad, agua potable y asistencia humanitaria. En Cisjordania, la ocupación militar, los asentamientos ilegales y la violencia de colonos han convertido la vida cotidiana en un infierno marcado por humillaciones, detenciones arbitrarias y asesinatos impunes. Desde octubre de 2023, la ofensiva israelí ha intensificado la devastación, provocando decenas de miles de muertos (la mayoría mujeres y niños) y la destrucción sistemática de viviendas, escuelas, hospitales y centros culturales. El mundo entero asiste con horror a lo que muchos juristas, académicos y organismos de derechos humanos ya califican abiertamente como un genocidio. Sin embargo, más allá de las declaraciones, las sanciones no llegan, y la impunidad continúa siendo la norma. La comunidad internacional se encuentra ante una encrucijada histórica: detener el exterminio o ser cómplice por omisión.
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