Argentina y el Síndrome de Estocolmo político: claves emocionales del triunfo de La Libertad Avanza
El desconcierto racional y la búsqueda emocional
El reciente triunfo de La Libertad Avanza desafía toda lógica racional. Desde un punto de vista estrictamente económico o político, resulta difícil comprender cómo amplios sectores sociales votaron a quienes les han quitado derechos, reducido el ingreso real y degradado su calidad de vida. No hay explicación convincente en el plano de la razón: los indicadores materiales muestran un retroceso evidente. Pero la racionalidad no basta para entender un fenómeno que es, ante todo, emocional.
La política contemporánea —y particularmente la argentina— se ha desplazado del terreno del pensamiento al de la emoción. La estructura argumental de la decisión política se ha debilitado frente al impacto de las narrativas de miedo, frustración y resentimiento. Es desde ese vacío emocional que puede comprenderse el voto al proyecto libertario. No como adhesión ideológica coherente, sino como reflejo psíquico de una sociedad desbordada por la desafección, la incertidumbre y el cansancio.
La lógica del Síndrome de Estocolmo político
El Síndrome de Estocolmo político describe la identificación afectiva del pueblo con su propio verdugo. Es la dinámica por la cual un grupo social oprimido, agredido o empobrecido termina estableciendo un vínculo de empatía con quien lo somete. No se trata de una irracionalidad absoluta, sino de un mecanismo de supervivencia psíquica: el sujeto dominado prefiere resignificar su dolor como elección antes que reconocerse impotente. En otras palabras, el sometido convierte su dependencia en libertad simbólica.
En el caso argentino, amplios sectores castigados por el ajuste, la desregulación y el vaciamiento del Estado han transformado su padecimiento en un acto de afirmación individual. El discurso libertario opera aquí como un anestésico emocional: ofrece una ilusión de autonomía en medio del desamparo. La “libertad” deja de ser una categoría política y se vuelve un sustituto afectivo de la dignidad perdida.
Así, el sujeto votante no elige al verdugo a pesar del daño que le causa, sino porque ese daño le confirma una narrativa interior de sacrificio, esfuerzo y superación individual. La violencia económica se vuelve una forma de redención moral. Esta inversión afectiva explica el fenómeno: se ama a quien destruye, porque se necesita creer que ese sufrimiento conduce a algo más grande.
La estructura emocional de la falsa conciencia
En términos psicosociales, el voto libertario puede interpretarse como una forma de "falsa conciencia", donde los sectores más perjudicados adoptan los valores de las élites que los oprimen. Pero en la Argentina actual esa falsa conciencia no se produce por simple ignorancia, sino por saturación emocional. No se trata de falta de información, sino de una sobreexposición informativa que desarticula toda posibilidad de reflexión.
Las redes sociales, con su flujo incesante de estímulos, fragmentan la percepción de la realidad y sustituyen la deliberación por la reacción. Allí se construye una “conciencia emocional” colectiva, moldeada por algoritmos que amplifican el miedo, la bronca y la sensación de injusticia. En ese ecosistema, el pensamiento crítico se diluye y se impone la creencia instantánea. La política deja de ser una construcción racional de lo común para convertirse en un espejo deformante de pulsiones individuales.
El voto como refugio autoritario
El malestar social no siempre conduce a la emancipación. A veces genera el efecto contrario: la búsqueda de orden, autoridad y castigo. Lo que Fromm llamó "miedo a la libertad" explica buena parte de este comportamiento: frente al vértigo de la incertidumbre, muchos prefieren someterse a un poder fuerte que promete dirección y control. Esa preferencia autoritaria se reviste de épica moral y se presenta como rebeldía, cuando en realidad es una huida hacia la dependencia.
La cultura política argentina lleva décadas de desgaste institucional, descrédito dirigencial y decepciones sucesivas. El discurso de la “casta” canaliza esa frustración y la transforma en un relato redentor: el pueblo humillado contra la élite corrupta. Pero el truco consiste en invertir los roles: quien promete “liberarlo” es, en realidad, el agente de su nueva subordinación.
El 40% estructural y la fractura del campo popular
No todo es emocional. Hay también una estructura persistente en el voto conservador argentino. Desde el retorno democrático, aproximadamente un 40% del electorado se ha mantenido fiel a opciones neoliberales, aun en contextos de crisis. Ese núcleo duro responde a un conjunto de valores: orden, meritocracia, antipolítica, resentimiento de clase y miedo al igualitarismo. No se trata solo de poder económico, sino de identidad cultural. (Alfredo Serrano Mansilla).
El problema, sin embargo, no está únicamente en la existencia de ese 40%, sino en la fragmentación del otro 60%, donde el campo popular no logra reconstruir una narrativa común. Mientras el voto conservador se mantiene cohesionado por el odio al adversario, el voto popular se dispersa entre la apatía, la abstención y las disputas internas. La desesperanza organizada —esa sensación de que nada puede cambiar— es hoy uno de los mayores triunfos simbólicos del neoliberalismo.
La autocrítica peronista
Toda reflexión sobre este fenómeno sería incompleta sin una autocrítica profunda del peronismo. Durante demasiado tiempo, el movimiento nacional se refugió en su pasado glorioso sin adaptarse a la mutación cultural de la sociedad argentina. En lugar de disputar el sentido común neoliberal, muchas veces lo reprodujo en su propio lenguaje. Se confundió gestión con conducción, marketing con militancia, relato con pedagogía política.
El peronismo perdió la batalla del deseo: ya no logra enamorar, apenas administra. Dejó de interpelar a las nuevas generaciones desde una narrativa de justicia social y soberanía para hacerlo desde la nostalgia y el pragmatismo. Mientras tanto, la derecha aprendió a usar las herramientas de la emoción —la épica, el humor, la provocación, el lenguaje simple— para construir un vínculo afectivo con los sectores populares.
Reconstruir el campo popular exige algo más que reorganizar estructuras partidarias: demanda una revisión ética y simbólica de la militancia. Implica volver a enseñar qué significa comunidad, solidaridad, patria y justicia, no como consignas, sino como experiencias concretas de vida. Sin esa pedagogía política, el pueblo seguirá votando desde el miedo y no desde la esperanza.
Conclusión: de la emoción al pensamiento colectivo
El triunfo de La Libertad Avanza no es solo el éxito de una campaña, sino el síntoma de una mutación cultural profunda. Expresa la victoria de la emoción sobre la razón, del yo sobre el nosotros, del dolor sobre el proyecto. El Síndrome de Estocolmo político es la forma patológica que adopta esa ruptura del lazo social: un pueblo que se identifica con quien lo somete, que ama su prisión porque teme la libertad.
Salir de ese ciclo implica recuperar la dimensión educativa de la política. No desde la soberbia ilustrada, sino desde la empatía y la reconstrucción del sentido colectivo. La libertad real no es el grito del individuo aislado, sino la capacidad del pueblo de pensarse a sí mismo como comunidad. Y ese es, quizás, el desafío más urgente del presente argentino.
Fuentes conceptuales y referencias teóricas sugeridas
* Erich Fromm, "El miedo a la libertad" (1941).
* Theodor Adorno y la Escuela de Frankfurt, "La personalidad autoritaria" (1950).
* Étienne de La Boétie, "Discurso sobre la servidumbre voluntaria" (1576).
* Louis Althusser, "Ideología y aparatos ideológicos del Estado" (1970).
* Byung-Chul Han, "Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder" (2014).
* Pierre Bourdieu, "La distinción. Criterio y bases sociales del gusto" (1979).
* Ernesto Laclau, "La razón populista" (2005).
* Gramsci, "Cuadernos de la cárcel" (1930-35): hegemonía y sentido común.

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