A comienzos del siglo XX, Egipto era una nación atrapada entre su glorioso pasado y una realidad colonial humillante. Bajo la apariencia de un reino independiente desde 1922, la monarquía egipcia seguía sometida a la tutela británica. Londres controlaba el Canal de Suez, el ejército, la economía y la política exterior, mientras el rey Faruq —último descendiente de la dinastía de Mehmet Alí— encarnaba el lujo y la corrupción de una corte desconectada de su pueblo. El país, mayoritariamente rural, vivía bajo un régimen feudal en el que una pequeña élite de terratenientes acaparaba las tierras fértiles del Nilo. En los barrios miserables de El Cairo y Alejandría crecían el resentimiento social, el nacionalismo y el fervor por una regeneración que devolviera a Egipto su dignidad. Fue en este escenario, marcado por el control extranjero y la humillación nacional, donde se formó la generación que alumbraría a Gamal Abdel Nasser.
Nasser nació el 15 de enero de 1918 en Bakus, un barrio humilde de Alejandría. Su padre, Abdel Nasser Hussein, era un empleado postal que provenía de un pueblo del Alto Egipto, y su madre, Fahima Hamad, provenía de una familia campesina. Aquella infancia itinerante, entre Alejandría, Asyut y El Cairo, lo acercó al Egipto profundo, donde conoció la pobreza y la desigualdad. Desde joven mostró una sensibilidad política precoz. En 1930, con apenas doce años, fue arrestado brevemente por participar en una manifestación estudiantil contra la ocupación británica. En sus recuerdos posteriores, Nasser evocaría aquel episodio como el momento en que comprendió “el poder de las masas cuando se levantan por su dignidad”.
Su vocación lo llevó a ingresar a la Academia Militar Real de Egipto, donde se graduó en 1938 como subteniente. El ejército era, en aquel tiempo, uno de los pocos caminos de movilidad social para los jóvenes de origen modesto. Allí conoció a otros oficiales que compartían sus inquietudes patrióticas, entre ellos Anwar el-Sadat, Zakaria Mohieddin y Abdel Hakim Amer. Nasser se forjó como un lector voraz: devoraba biografías de líderes revolucionarios y textos de historia militar. Admiraba a Mustafa Kemal Atatürk, el reformador turco que había transformado un imperio moribundo en un Estado moderno.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Egipto se convirtió en una base militar británica. El país estaba formalmente neutral, pero el ejército británico controlaba las rutas, los aeropuertos y la economía. Nasser asistió con creciente indignación a los abusos de las tropas extranjeras y a la impotencia de la monarquía egipcia. La derrota árabe en la guerra de 1948 contra el recién creado Estado de Israel sería, sin embargo, el punto de inflexión. Nasser combatió en esa guerra como oficial de infantería. Fue herido en la batalla de Faluya, en Palestina, y allí vio de cerca la desorganización del ejército, la corrupción del mando y el desprecio de los británicos por la vida de los soldados árabes. Más tarde escribiría: “No perdimos la guerra contra Israel; la perdimos contra nosotros mismos”.
De aquella frustración nació el Movimiento de los Oficiales Libres. En los años siguientes, Nasser y un pequeño grupo de jóvenes militares comenzaron a conspirar en secreto. Su objetivo no era solo derrocar al rey, sino regenerar a Egipto: expulsar la influencia británica, destruir las estructuras feudales y devolver al pueblo su soberanía. El grupo fue consolidándose en células clandestinas dentro del ejército, aprovechando el malestar general por la derrota y la corrupción.
El 23 de julio de 1952, los Oficiales Libres dieron el golpe. El rey Faruq fue obligado a abdicar y partir al exilio en Italia. No hubo derramamiento de sangre. El pueblo recibió la noticia con una mezcla de alivio y esperanza. El general Muhammad Naguib, figura de prestigio entre los militares, fue designado jefe del nuevo gobierno. Pero el verdadero cerebro del movimiento era Nasser, quien se movía con cautela, organizando los resortes del poder. En 1954 desplazó a Naguib, instauró un régimen republicano y asumió la presidencia de Egipto.
Desde el principio, Nasser quiso construir algo más que un gobierno militar. Su revolución aspiraba a transformar la estructura social y económica del país. En 1952 promulgó la primera ley de reforma agraria: ningún propietario podía poseer más de 200 feddanes (unas 84 hectáreas). Las tierras expropiadas fueron distribuidas entre campesinos sin tierra, con créditos blandos y apoyo técnico. Al mismo tiempo, lanzó una ambiciosa política de alfabetización y expansión educativa. El Estado se convirtió en el principal empleador, en el motor de la industrialización y en garante de la movilidad social.
En el plano político, Nasser disolvió los partidos tradicionales, a los que consideraba instrumentos de las élites y del colonialismo. En su lugar, creó la Unión Nacional, una organización de masas destinada a integrar a campesinos, obreros y funcionarios en el nuevo proyecto revolucionario. Su régimen adoptó rasgos autoritarios: la prensa fue controlada, la oposición —especialmente la Hermandad Musulmana— reprimida. Pero para amplios sectores populares, Nasser encarnaba la esperanza de un Egipto soberano y digno.
En política exterior, la prioridad era liberar al país del yugo británico. En 1954 logró la retirada definitiva de las tropas británicas del Canal de Suez, tras 72 años de presencia colonial. Dos años después, el episodio que definiría su figura ante el mundo: la nacionalización del Canal.
El 26 de julio de 1956, Nasser pronunció en Alejandría uno de los discursos más recordados del siglo XX. En él, tras una introducción en apariencia rutinaria, pronunció el nombre del ingeniero Ferdinand de Lesseps —creador del canal— como señal convenida para anunciar la nacionalización. Ante una multitud enfervorizada, exclamó: “Hoy recuperamos lo que es nuestro. Hoy el canal de Suez vuelve al pueblo egipcio.” A partir de ese instante, el canal —símbolo de la dominación extranjera— pasó a ser administrado por el Estado egipcio.
La respuesta fue inmediata. Reino Unido, Francia e Israel lanzaron una invasión conjunta para retomar el control. Sin embargo, la presión internacional cambió el curso de la historia: Estados Unidos y la Unión Soviética, rivales en plena Guerra Fría, coincidieron en exigir la retirada de las fuerzas invasoras. La operación militar fracasó, y Egipto salió de la crisis no solo con el canal bajo su control, sino con un prestigio inmenso. Nasser se convirtió en el héroe del Tercer Mundo, símbolo del antiimperialismo y de la independencia de los países árabes.
La victoria política en Suez consolidó el nasserismo como corriente ideológica. Combinaba el nacionalismo árabe, el socialismo estatal y la neutralidad activa en la Guerra Fría. Junto con Tito, Nehru y Sukarno, Nasser sería uno de los fundadores del Movimiento de Países No Alineados, presentado oficialmente en Bandung en 1955 y formalizado en Belgrado en 1961. En palabras suyas: “No nos alineamos ni con Oriente ni con Occidente; nos alineamos con la libertad”.
Con la ayuda soviética, Egipto inició la construcción de la presa de Asuán, una de las obras de ingeniería más ambiciosas de su tiempo. El proyecto permitió controlar las inundaciones del Nilo, ampliar las tierras de cultivo y generar electricidad para la industrialización. El inmenso lago que se formó detrás de la presa llevaría su nombre: Lago Nasser. Sin embargo, la obra también implicó el desplazamiento de miles de nubios y profundas transformaciones ecológicas.
Nasser aspiraba a exportar su revolución. Su discurso panarabista inspiró movimientos en todo el mundo árabe. En 1958 selló la unión con Siria, formando la República Árabe Unida. Para muchos fue el primer paso hacia la unidad árabe; para otros, una unión desigual en la que Egipto concentraba el poder. Tres años después, Siria se retiró del proyecto, frustrando el sueño panarabista. A pesar del fracaso, la idea de una gran nación árabe unida bajo un liderazgo soberano perduró como símbolo.
En el ámbito interno, el Estado egipcio alcanzó niveles de intervención inéditos: nacionalización de bancos, compañías extranjeras y grandes industrias. Se amplió la educación gratuita, se impulsó la sanidad pública y se promovió una clase media funcionarial. El régimen construyó una narrativa de justicia social, disciplina y patriotismo. La figura de Nasser presidía cada escuela, fábrica y oficina pública.
El presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser (derecha), se reúne con el presidente de Siria, Amin al-Hafiz (izquierda), en el aeropuerto de El Cairo, antes del inicio de la cumbre de la Liga Árabe, 1964. Imagen: Commons.wikimedia
Pero los desafíos no tardaron en reaparecer. Las tensiones con Israel crecían. Nasser buscaba mantener su prestigio regional frente a monarquías rivales como Arabia Saudita o Jordania. En 1967, la acumulación de provocaciones, amenazas y errores estratégicos desembocó en la Guerra de los Seis Días. Israel destruyó en horas la aviación egipcia, ocupó el Sinaí y Gaza, y humilló a los ejércitos árabes. Fue una derrota total.
El 9 de junio de 1967, Nasser apareció por televisión. Con voz quebrada anunció su renuncia: “He decidido asumir toda la responsabilidad y retirarme del cargo de presidente de la República. Mi vida pertenece al pueblo, y al pueblo la entrego.” Sin embargo, al día siguiente, millones de egipcios se volcaron a las calles exigiendo su regreso. Aquella demostración masiva lo conmovió y lo llevó a permanecer en el poder. La derrota, aunque devastadora, no destruyó su vínculo emocional con el pueblo.
En los años siguientes, Nasser emprendió un proceso de reconstrucción militar conocido como la “guerra de desgaste” contra Israel, al tiempo que consolidaba su alianza con la Unión Soviética. Su salud se deterioraba. Era un fumador empedernido, agotado por años de tensión política y viajes. El 28 de septiembre de 1970, tras mediar en un conflicto entre palestinos y jordanos, sufrió un infarto masivo. Murió esa misma tarde en El Cairo.
Su funeral fue un acontecimiento sin precedentes. Más de cinco millones de personas colmaron las calles del Cairo. Campesinos, obreros, intelectuales y líderes extranjeros desfilaron entre lágrimas. Entre la multitud, muchos gritaban: “¡Nasser vive!” Aquella multitud sellaba la imagen de un líder que, más allá de sus errores, había devuelto a los árabes el orgullo de serlo.
Hoy, el legado de Gamal Abdel Nasser sigue siendo objeto de debate. Sus críticos le reprochan el autoritarismo, la represión política, los fracasos económicos y la derrota militar de 1967. Sus admiradores lo recuerdan como el símbolo de la independencia, la justicia social y la dignidad árabe. Pocos líderes del siglo XX lograron encarnar con tanta fuerza las aspiraciones y contradicciones de su pueblo. Nasser fue, en palabras del escritor Edward Said, “el último líder árabe que habló al corazón de las masas y no a los intereses de las potencias”.
De su pensamiento político queda una frase que condensa toda su visión: “La libertad no se concede, se conquista. Y cuando un pueblo la conquista, nadie puede arrebatársela.”
Fuentes
Aburish, Said K. "Nasser: The Last Arab". St. Martin’s Press, 1999.
Hourani, Albert. "Historia de los pueblos árabes". Fondo de Cultura Económica, 2000.
Goldschmidt, Arthur. "Modern Egypt: The Formation of a Nation-State". Westview Press, 2004.
Le Monde Diplomatique, “Nasser y la herencia del panarabismo”, julio de 2010.
Encyclopaedia Britannica, entrada “Gamal Abdel Nasser”.
BBC Mundo, “Egipto, 50 años después de la muerte de Nasser”, septiembre de 2020.


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