Cómo la deuda con el FMI termina en el precio del pan
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Cada vez que se habla de deuda externa, el tema parece lejano, reservado a economistas o políticos. Pero lo cierto es que la deuda —especialmente la que Argentina mantiene con el Fondo Monetario Internacional— no es un asunto abstracto: se siente todos los días en el supermercado, en la factura de luz, en el alquiler y, sobre todo, en el precio del pan. Entender cómo un préstamo internacional termina afectando el bolsillo de la gente común es fundamental para comprender el verdadero peso que tiene la dependencia financiera sobre la vida cotidiana.
Cuando el país se endeuda, se endeudan todos
Cuando un Estado pide dinero prestado al exterior, lo hace en nombre de toda la sociedad. Ese dinero no lo pide un gobierno como si fuera una persona; lo pide el país entero, y por eso la deuda la paga la población con su trabajo, sus impuestos y sus sacrificios.
Imaginemos que una familia pide un préstamo en dólares para cubrir los gastos del mes. Mientras el dólar está barato, las cuotas parecen manejables. Pero si el dólar sube, lo que antes se pagaba con una parte del sueldo ahora se lleva casi todo. Con un Estado pasa lo mismo: cuando el país toma deuda en dólares, depende de la cotización de una moneda que no controla. Si el dólar sube, la deuda aumenta automáticamente. Y para pagarla, el gobierno necesita más pesos, que salen de algún lado: de los impuestos, del recorte del gasto público o de la emisión de dinero.
El dinero del FMI no es gratis
El Fondo Monetario Internacional presta dinero, pero impone condiciones. Esas condiciones no se refieren solo a cómo se devuelve el préstamo, sino a cómo debe organizarse la economía del país deudor. El FMI exige equilibrio fiscal, control del gasto, reducción de subsidios, tasas de interés altas y apertura a los capitales extranjeros. Dicho de otro modo: el FMI no solo presta plata, sino que decide cómo debe administrarse el país para garantizar el cobro.
En la práctica, eso significa que el Estado debe ajustar su presupuesto. ¿Y qué se ajusta? Sueldos, jubilaciones, obra pública, subsidios a la energía y al transporte, asistencia social. Todo lo que el FMI considera “gasto” es, en realidad, el dinero que sostiene el poder adquisitivo de la población. Cuando se recorta, el resultado inmediato es menos dinero en los bolsillos de los trabajadores y más encarecimiento de la vida.
El ajuste baja el consumo y sube los precios
Una economía se mueve cuando la gente gasta. Si los salarios se congelan y las tarifas suben, las familias dejan de consumir. Las pequeñas empresas venden menos, muchas cierran, y el desempleo aumenta. Al mismo tiempo, la suba de tarifas y de combustibles —que suele formar parte de los programas del FMI— impacta directamente en los costos de producción y transporte. Todo lo que se fabrica, distribuye o vende se vuelve más caro.
El pan, por ejemplo, no sube solo por el precio del trigo. Suben la harina, la energía del molino, el combustible del camión, el alquiler del local y el gas del horno. Detrás de cada uno de esos costos hay una cadena de decisiones macroeconómicas. Cuando el gobierno sube las tarifas o devalúa para cumplir con el FMI, el efecto final se ve en la panadería del barrio. El precio del pan es, en realidad, un termómetro de las políticas económicas impuestas desde lejos.
La trampa de la devaluación
El Fondo suele recomendar a los países “mejorar su competitividad” mediante la devaluación. En teoría, eso hace que las exportaciones sean más baratas en el exterior y, por lo tanto, más competitivas. Pero en un país como Argentina, donde casi todo lo que se produce depende de insumos importados, una devaluación encarece inmediatamente los costos internos.
El dólar sube, el combustible sube, los alimentos suben, los medicamentos suben. Los salarios, en cambio, no suben al mismo ritmo. Así, cada vez que el peso se devalúa, el poder adquisitivo cae. Lo que antes alcanzaba para llenar el changuito del supermercado ahora apenas alcanza para la mitad. Y, como si fuera poco, las devaluaciones no solo se sienten en los precios: también en la pérdida de confianza, en la inestabilidad del empleo y en la incertidumbre del futuro.
El círculo vicioso de la deuda
Cuando la deuda se vuelve impagable, el país tiene dos opciones: entrar en default o volver a endeudarse para pagar lo anterior. Y así, una y otra vez, se entra en un círculo vicioso que nunca se rompe. Cada nuevo préstamo viene acompañado de nuevas condiciones y nuevos ajustes. Lo que debería servir para “ordenar la economía” termina profundizando la dependencia y la desigualdad.
En Argentina, este ciclo se repite desde hace décadas. El endeudamiento con el FMI durante la última gestión de Mauricio Macri fue un ejemplo extremo: un préstamo récord, destinado no a infraestructura ni desarrollo productivo, sino a sostener la fuga de capitales y la especulación financiera. Ese dinero se fue, pero la deuda quedó. Y con ella, las condiciones que hoy todavía pesan sobre la política económica del país.
Ver: FMI y Argentina: los 45.000 millones que desaparecieron en el rescate a los bancos
El ajuste invisible: los impuestos de la inflación
Cuando el Estado no puede subir más los impuestos o recortar más el gasto, recurre a la emisión monetaria. Eso genera inflación, que funciona como un impuesto silencioso: reduce el valor del dinero que la gente tiene en el bolsillo. Aunque el gobierno no lo diga, la inflación es también una forma de ajustar. En lugar de bajar los sueldos nominales, se los licúa. El trabajador cobra lo mismo, pero compra menos. El comerciante vende, pero no gana. Y el Estado, paradójicamente, recauda más porque los precios son más altos.
Así, las decisiones tomadas para pagar la deuda externa —recortes, devaluaciones o emisión— terminan siempre afectando al mismo sector: los que viven de su salario. Los acreedores externos cobran en dólares; los ciudadanos, en cambio, pagan en poder adquisitivo.
La deuda y la soberanía
La deuda externa no solo condiciona la economía, sino también la política. Un país endeudado pierde capacidad de decisión. Las medidas más importantes deben ser “acordadas” con los organismos internacionales, que actúan como auditores del presupuesto nacional. El ministro de Economía ya no decide pensando en los argentinos, sino en el próximo desembolso del Fondo. Es una forma moderna de tutela económica.
En los hechos, esto significa que la política económica se diseña para satisfacer a los acreedores, no a la población. Si hay que elegir entre pagar intereses o aumentar las jubilaciones, se elige pagar. Si hay que decidir entre mantener los subsidios al transporte o cumplir las metas fiscales, se recorta. El FMI no necesita tanques ni soldados: su poder se ejerce desde una planilla de Excel.
El costo de la dependencia
Cada dólar que se va para pagar la deuda es un dólar que no se invierte en producción, educación o salud. Los recursos que podrían destinarse a mejorar la calidad de vida se utilizan para sostener una deuda que, muchas veces, ni siquiera benefició al país cuando se contrajo. Es una transferencia permanente de riqueza desde los trabajadores hacia los grandes centros financieros del mundo.
El endeudamiento crónico no solo empobrece: también impide pensar en un proyecto nacional. Un país endeudado vive al día, pendiente del próximo vencimiento. No puede planificar el desarrollo porque todo el esfuerzo se destina a mantener a flote la economía. Y así, generación tras generación, el peso de la deuda se transmite como una herencia amarga.
Los ejemplos cotidianos
Veamos un ejemplo concreto. Cuando el gobierno necesita cumplir con el FMI y sube las tarifas de electricidad y gas, el panadero paga más por calentar el horno. El costo sube y lo traslada al precio del pan. El trabajador, que no recibió aumento de sueldo, compra menos. El panadero vende menos, y el negocio se achica. Lo mismo pasa con el transporte: si el boleto aumenta, la gente gasta más para ir a trabajar y menos en otros consumos. La rueda se frena.
Otro ejemplo: cuando el gobierno recorta la obra pública, miles de obreros quedan sin empleo. Menos empleo significa menos consumo, menos ventas y menos recaudación. El ajuste que se hace para “ordenar las cuentas” termina desordenando la vida económica real. Y todo comenzó con una decisión de endeudamiento tomada años atrás, muchas veces sin debate público ni control ciudadano.
¿Por qué el FMI insiste en lo mismo?
El FMI sostiene una visión ortodoxa: cree que la estabilidad se logra reduciendo el gasto del Estado y controlando la inflación a cualquier costo. Pero esa receta, aplicada una y otra vez en distintos países, suele producir el efecto contrario. Al recortar el gasto público, la economía se enfría, baja la producción, sube el desempleo y caen los ingresos fiscales. El país se empobrece, y con menos recaudación es aún más difícil pagar la deuda. Entonces el Fondo propone… más ajuste.
Es un círculo cerrado que beneficia solo a los acreedores. Porque mientras la economía local se contrae, las grandes corporaciones financieras siguen cobrando intereses. El sufrimiento social se vuelve parte del “plan de estabilización”.
El poder adquisitivo como medida de soberanía
Cuando se habla de soberanía, se piensa en las fronteras, el territorio o los recursos naturales. Pero hay otra soberanía igual de importante: la soberanía monetaria. Un país soberano es aquel que puede decidir su política económica sin pedir permiso. Cuando el salario pierde valor por decisiones impuestas desde afuera, la pérdida no es solo económica: es también política y cultural. Porque el dinero es, en definitiva, el tiempo y el esfuerzo de la gente. Y cuando ese esfuerzo se devalúa, se devalúa también la dignidad del trabajo.
Conclusión: el precio del pan y el precio de la libertad
La deuda externa parece un tema lejano, pero está en cada góndola y en cada recibo de sueldo. Detrás del precio del pan hay una historia de decisiones financieras, de acuerdos con organismos que pocos votaron pero que influyen en la vida de todos. Entender esto es el primer paso para no naturalizar la dependencia.
Un país que vive endeudado no solo pierde dinero: pierde libertad. Y un pueblo que ve caer su poder adquisitivo paga con su esfuerzo los intereses de una deuda que otros contrajeron. Tal vez el desafío más grande no sea técnico ni contable, sino político y moral: recuperar la capacidad de decidir qué se produce, a quién se beneficia y para qué se trabaja. Solo entonces el precio del pan volverá a depender del trigo, y no de un plan del FMI.

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