Petróleo y poder: la razón estratégica detrás del conflicto EE.UU.–Venezuela
La capa visible y la capa estructural
Que Estados Unidos y Venezuela se
encuentren en conflicto abierto y sostenido desde comienzos del siglo XXI no es
materia de debate. La discusión real se ubica en el terreno de las causas: ¿se
trata de un enfrentamiento derivado de la deriva autoritaria del chavismo, de
la catástrofe económica, de las denuncias de narcotráfico, o de un desacuerdo
geopolítico por control energético? Toda la evidencia de largo plazo, tanto
documental como conductual, indica que el factor decisivo no está en la
superficie declarativa sino en el subsuelo material: el petróleo.
A partir de 1999, cuando Hugo Chávez llega
al poder y recompone el control estatal sobre PDVSA, el vínculo con Washington
muta de tensión retórica a confrontación estratégica. La condición energética
de Venezuela —reservas probadas más grandes del planeta— no es un dato
accesorio sino el eje que ordena el resto de los hechos: sanciones, intentos de
aislamiento, operaciones diplomáticas, acusaciones penales extraterritoriales,
incursiones sobre el espacio aéreo y marítimo, y narrativas mediáticas
centradas en el narco-Estado. Las motivaciones morales proclamadas por Estados
Unidos (defensa de la democracia, protección de la población civil, lucha
contra el crimen transnacional) funcionan como marcos de legitimación. La
motivación material (restaurar acceso privilegiado a un recurso crítico y
desplazar influencia rusa-china-iraní del Caribe) opera como motor real.
La correlación temporal es demasiado
exacta para ser casual: cuando Caracas modifica la ecuación de propiedad y
alianzas de su petróleo, Washington modifica la ecuación de presión. El
petróleo no explica todo lo que ocurre en Venezuela —hay factores internos,
errores de gestión, fracturas económicas y sociales genuinas— pero explica por
qué esas mismas fracturas reciben tratamiento de guerra económica desde el
exterior solo a partir del momento en que el crudo cambia de manos, de precio
político y de circuito geopolítico.
La
arquitectura de la presión: sanciones, aislamiento y doctrina de cambio de
régimen
Las sanciones económicas aplicadas por
Washington durante los gobiernos de George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump
y Joe Biden no constituyen castigos marginales: son el dispositivo central de
una estrategia de cambio de régimen. Congelan activos, bloquean financiamiento,
obstaculizan importaciones de repuestos y diluyen la capacidad fiscal del
Estado venezolano. No afectan primariamente a las élites, sino a la estructura
económica general: al restringir divisas para importar, amplifican la escasez,
erosionan salarios reales y degradan servicios públicos; luego el deterioro
social producido sirve como argumento para profundizar la misma intervención
que lo generó.
El mecanismo es de manual: primero se
produce asfixia económica, luego esa asfixia se describe ante el mundo como
prueba de ingobernabilidad y luego se postula la “transición” como única salida
razonable. Este guion ya fue aplicado con variantes en Irak, Irán, Libia y, en
otra escala, en Cuba. El insumo indispensable para ejecutarlo no es prueba
judicial sino consenso discursivo: basta que suficientes actores
internacionales repitan que el país se volvió “régimen forajido” para habilitar
instrumentos de excepcionalidad —sanciones, confiscaciones, bloqueo de cuentas,
reconocimiento alternativo de gobiernos paralelos— sin pasar por instancias
multilaterales robustas.
El petróleo
como variable de control, no como commodity neutro
Venezuela no es un proveedor marginal: su
petróleo es pesado pero abundante y barato en origen, con una ventaja decisiva
en un mundo en transición energética: aunque el planeta declare metas
climáticas, la demanda de hidrocarburos para aviación, petroquímica, logística
y defensa seguirá siendo crítica en las próximas décadas. El que controle nodos
volumétricos de producción controla márgenes de maniobra geopolítica.
Cuando Caracas reconfiguró PDVSA para
priorizar alianzas con China (préstamos a cambio de petróleo), con Rusia (apoyo
logístico, inversión y escudo diplomático) e Irán (cooperación técnica y combustible),
Washington leyó la jugada no como un giro económico sino como un movimiento
estratégico en su propio perímetro hemisférico. Allí empieza la fricción
irreversible: la energía dejó de ser mercancía y pasó a ser vector de
alineamiento. No se sanciona a un país por vender petróleo al mundo: se
sanciona cuando ese petróleo reordena el mapa de poder contra intereses
estadounidenses.
Violación del
espacio aéreo y hostigamiento marítimo: presión en capa militar y paramilitar
La coerción no es solo financiera.
Venezuela ha denunciado reiteradas incursiones de aeronaves militares
estadounidenses en su espacio aéreo, especialmente en zonas sensibles del
Caribe y del corredor costero. Washington no reconoce dichas incursiones como
violaciones, sino como operaciones de patrullaje en aguas y cielos
internacionales. La disputa no es semántica: el objetivo militar clásico de
este tipo de irrupciones es testear reacción, medir radar, mapear protocolos y
exhibir que la disuasión venezolana está contenida bajo la sombra estratégica
estadounidense.
En el plano marítimo, Caracas también
denunció incidentes con lanchas y embarcaciones pesqueras en aguas bajo su
jurisdicción, vinculando esos episodios con operaciones de presión indirecta y
hostigamiento. Estados Unidos niega responsabilidad, pero el patrón global
—interceptaciones, sobrevuelo, vigilancia intensiva, reconocimiento
electrónico— es consistente con campañas de coerción no declarada usadas antes
en otros teatros. Estas acciones, aun cuando no escalen a choque directo,
tienen función política: comunicar al adversario y al entorno que el equilibrio
de fuerza está controlado por la potencia que reclama cambio de régimen.
El expediente
“narco-Estado” como llave moral de legitimación
Ninguna operación de presión sostenida se
sostiene internacionalmente solo con intereses materiales; necesita una llave
moral que la vuelva narrable. En el caso venezolano, esa llave es la etiqueta
de narco-Estado. Las denuncias contra funcionarios y responsables del aparato
de seguridad son amplificadas como prueba de que el país no es solo autoritario
o fallido, sino criminal transnacional. La incriminación por narcotráfico
cumple una función doble: deshumaniza al adversario (no es un gobierno rival,
es una estructura mafiosa) y habilita la extraterritorialidad jurídica de
Estados Unidos (si es crimen federal, Washington se arroga jurisdicción).
Aquí reaparece el petróleo: no porque
reemplace al expediente penal, sino porque le da sentido geopolítico. Se acusa
por narcotráfico, pero se sanciona al petróleo; se denuncia criminalidad, pero
se bloquean cuentas de PDVSA; se invoca moral, pero se impacta infraestructura
energética. La congruencia material muestra cuál de los dos vectores —narco o
petróleo— es causa y cuál es instrumento.
La dimensión
geopolítica: Venezuela como nodo de exclusión de potencias rivales
Ningún país sancionado
por Estados Unidos lo es por su pobreza o por su autoritarismo; lo es por su
posición funcional en el tablero global. Venezuela no es relevante por su
tamaño ni por su población, sino porque su petróleo es llave estratégica para
tres potencias rivales de Washington: China necesita crudo estable y acuerdos
de largo plazo para blindar su transición industrial; Rusia necesita socios
energéticos para compensar el cerco occidental; Irán necesita exportar y
triangular para eludir su propio régimen de sanciones. Caracas se volvió un
vértice donde estos tres actores lograron anclaje. Ese anclaje no es tolerado
por Washington dentro de su perímetro hemisférico.
Las sanciones, las
acusaciones, las incursiones y el cerco diplomático no operan en el vacío:
buscan impedir que el petróleo venezolano consolide una arquitectura
alternativa de poder material. Aun cuando Venezuela exporte menos por deterioro
productivo, lo decisivo no es el flujo volumétrico actual sino el control del
potencial. Quien domine el recurso cuando haya estabilización política dominará
una palanca de largo plazo. La disputa no es por el presente, sino por el
futuro.
Cambio de
régimen como fin y no como medio humanitario
Desde la doctrina de
George W. Bush hasta la retórica de Barack Obama, y desde las sanciones máximas
de Donald Trump hasta la continuidad calibrada bajo Joe Biden, el vector se
mantiene: inducir una transición política en Caracas. La palabra “transición”
funciona como eufemismo de “cambio de régimen” porque disimula la asimetría de
poder: no es una negociación entre iguales, es una imposición bajo coerción. El
dispositivo que lo habilita es siempre el mismo: declarar al régimen ilegítimo
y luego reconocer un gobierno alternativo aun sin control territorial. Ese paso
jurídico-diplomático —que Washington ya aplicó con Juan Guaidó— equivale a
desanclar la soberanía venezolana del hecho y reanclarla a la voluntad
estadounidense.
La narrativa humanitaria
opera como cortina: se invoca la protección de la población, pero la
herramienta usada —sanciones amplias— es precisamente la que deteriora las
condiciones civiles. En términos causales la secuencia es lineal: se produce
daño económico, el daño genera crisis social, la crisis se usa como prueba
moral, y la prueba moral legitima más presión hasta forzar cambio. No hay
filantropía: hay ingeniería de colapso.
Desgaste
interno, utilidad externa
La crisis económica y la
erosión institucional venezolana, que existen más allá del factor externo, son
funcionales a la estrategia de Washington en tanto reducen el costo político de
la intervención. Cuanto más colapsada esté la infraestructura civil, más fácil
es presentar la intervención no como agresión sino como rescate. La degradación
interna se vuelve argumento externo. Pero la causalidad no es circular: aun si
Venezuela hubiera gestionado de modo impecable su economía, el petróleo en
manos no alineadas habría sido suficiente para activar la batería de coerción.
El error interno facilita, pero no origina.
El patrón
comparado: por qué no es excepción
El caso venezolano
encaja en una genealogía: Irán, Irak, Libia. En los tres, la matriz energética
fue núcleo causal; en los tres, la justificación discursiva fue moral (derechos
humanos, armas químicas, democracia); en los tres, la secuencia incluyó
sanción, aislamiento, acusaciones criminales y, en dos de ellos, acción
militar. La diferencia venezolana está en el perímetro (América Latina, no
Medio Oriente) y en la capa nuclear (petróleo como logística hemisférica). La
lógica es la misma: donde un recurso crítico deja de obedecer al dispositivo
dólar–Washington–OTAN, sobreviene la doctrina de corrección forzada.
La disputa
naval y aérea como modo de mensaje estratégico
Las denuncias
venezolanas por intrusión aérea estadounidense y por incidentes marítimos con
embarcaciones pesqueras —que Washington no reconoce— deben leerse junto con el resto
de la operación, no como episodios aislados. No son batallas, son señales: se
penetra para cartografiar defensa, para medir respuesta, para marcar jerarquía
y, sobre todo, para instalar que el espacio de seguridad no lo define Caracas
sino el aparato militar de la potencia que exige transición. La negación formal
por parte de Washington no desactiva la función política de estos actos: al no
admitirlos, los mantiene por debajo del umbral de guerra declarada, que
justamente es el terreno ideal de la coerción estratégica.
La llave
retórica del narco y la llave material del crudo
El expediente narco
cumple aquí una función de ingeniería narrativa: convierte a un rival soberano
en un sujeto penal perseguible. La acusación permite lo que el petróleo
justifica: sancionar, incautar, aislar. Sin petróleo, la acusación narco sería
marginal y no provocaría un rediseño diplomático de esta escala. Con petróleo,
el expediente narco se vuelve el puente moral para lo que de otro modo sería
leído como intervención imperial. No hay simetría: el narco explica el tono; el
petróleo explica la acción.
El silencio
como evidencia: lo que no se menciona dice más que lo que se dice
En la prensa anglosajona
el petróleo rara vez figura en primer plano cuando se habla de Venezuela. Se
habla de migración, hambruna, colapso hospitalario, represión y narcotráfico.
El petróleo queda fuera del encuadre visible. Esa omisión no es casual:
transparentar el motivo energético volvería transparente el conflicto como guerra
de recursos y no como cruzada moral. El diferencial entre el volumen de
cobertura sobre “crisis humanitaria” y el volumen de cobertura sobre “reserva
estratégica de petróleo bajo control no alineado” es en sí mismo evidencia del
diseño narrativo.
El silencio estructural
es un índice: si el factor central nunca aparece en el titular, es porque el
titular debe ocultar la causa para poder validar el instrumento. Si mañana
Venezuela privatizara PDVSA bajo tutela de consorcios estadounidenses, la
condena moral desaparecería en cuestión de meses, aun si la situación social
siguiera siendo crítica. Eso demuestra que el móvil real no es la crisis social
sino el vector energético.
Por qué no es
una disputa de “modelo político” sino de palanca estratégica
Se suele suponer que el conflicto es
ideológico: socialismo versus capitalismo, autoritarismo versus democracia.
Pero esa lectura falla por un dato empírico simple: Estados Unidos mantiene
relaciones privilegiadas con aliados petroleros autoritarios (Arabia Saudita es
el caso escuela) sin aplicar ni sanciones masivas ni campañas de delegitimación
moral equivalentes. El criterio diferencial no es el tipo de régimen interno,
sino el grado de alineamiento geoestratégico sobre recursos críticos. El
conflicto con Venezuela no nace del socialismo, sino del petróleo fuera de
guion atlántico. Si mañana un gobierno liberal, pero aliado de China y Rusia,
controlara esas reservas, la reacción sería la misma. Y si mañana un gobierno
autoritario, pero alineado con Washington, administrara el crudo, la presión
cesaría.
Cuando la variable explicativa cambia y el
resultado no cambia, esa variable no es causal. El régimen no explica la
presión; el petróleo explica por qué el régimen devino intolerable.
Función estructural
de la acusación de “Estado mafioso”
La calificación de narco-Estado no solo
habilita sanciones: habilita tiempo. Un conflicto narrado como disputa política
es negociable; un conflicto narrado como combate al crimen no admite tregua. Si
el enemigo no es un gobierno sino un cartel con bandera, la única solución
aceptable es desarticularlo. Ese encuadre prolonga la presión y posterga
cualquier salida pactada. De nuevo, el narco es vehículo, no motor: su utilidad
es dar duración política a la coerción hasta que se logre el objetivo final
—reordenar el control del recurso.
El petróleo
como matriz de legitimación futura, no solo de ganancia
Para Estados Unidos, recuperar influencia
sobre el petróleo venezolano no solo representa acceso físico al crudo:
representa recuperación de capacidad de fijar precios, condicionar flujos y
redibujar dependencia regional. En un mundo donde el margen de hegemonía
estadounidense se contrae frente a China, el control de nodos energéticos actúa
como red de compensación del declive. Es un seguro de poder, no solo un
negocio.
Esto explica por qué la intervención no es
táctica sino estratégica: no tiene horizonte electoral (no termina con un
presidente u otro), sino horizonte estructural. Cambian Bush, Obama, Trump,
Biden y el vector persiste. Eso indica que la motivación no proviene de la
rotación política doméstica, sino de una necesidad del sistema —Estado profundo,
arquitectura de seguridad nacional, comunidad de inteligencia, complejo
militar-energético— donde la continuidad pesa más que el color partidario.
América
Latina como zona de exclusión de potencias rivales
La doctrina estadounidense histórica
(Doctrina Monroe en versión siglo XXI) reza que el hemisferio occidental es
área de seguridad propia. La entrada de China con créditos petroleros, de Rusia
con cooperación energética y militar y de Irán con soporte técnico en
refinerías constituye, a ojos de Washington, una intrusión triple en su patio
estratégico. No es que Venezuela fue sancionada y entonces buscó a China y
Rusia; es que buscó a China y Rusia y entonces fue sancionada. El orden causal
importa.
El rol del
tiempo: por qué la guerra económica es preferible a la guerra abierta
A diferencia de Irak o Libia, Venezuela no
ha sido invadida. No porque Estados Unidos no tenga capacidad, sino porque no
la necesita. La guerra económica es más eficiente: se externaliza el costo
político, no se disparan misiles, no se producen cadáveres que desgasten
opinión pública doméstica, y el país objetivo se deteriora desde dentro hasta
que la transición parezca “inevitable” y “propia”. La coerción sin invasión es
la forma madura de la intervención. La moral —derechos humanos, crimen,
migración— es la envoltura que la vuelve digerible.
El punto de
inflexión: lo que Estados Unidos necesita que ocurra
Washington no necesita controlar
físicamente Venezuela ni ocupar territorio; necesita que el poder que controle
el petróleo venezolano sea compatible con su arquitectura energética y de
seguridad. El resto —constitución, parlamento, narrativa pública, alineamiento
discursivo— es secundario. El objetivo estratégico no es democratizar, sino
reanclar. El cambio de régimen no es el medio para mejorar la vida de los
venezolanos; es el medio para reapropiar la palanca energética. Esa es la
ecuación.
Lectura del
comportamiento: lo que los hechos dicen cuando se suprime el discurso
Si se observa solo conducta y se ocultan
las palabras, el patrón es claro:
Se sanciona el petróleo, no las urnas.
Se bloquean cuentas de PDVSA, no de
partidos.
Se vigila el espacio aéreo y marítimo
donde pasa logística energética, no plazas públicas.
Se acusa a quienes controlan la cadena
de crudo, no a opositores o empresarios.
Se reconoce gobiernos alternativos
cuando estos prometen reorientar el recurso, no cuando prometen reformas
electorales.
El vector material ordena el resto.
Conclusión:
bajo la moral, siempre petróleo
Estados Unidos no libra una guerra
declarada contra Venezuela, libra una guerra de posición sobre un recurso
hemisférico. Las sanciones no son altruismo punitivo, son ingeniería de
desgaste. La narrativa narco no es descripción, es habilitador moral. Las
violaciones de espacio aéreo y las denuncias de hostigamiento marítimo no son
accidentes, son señales de disuasión. Y la “transición democrática” no es
objetivo humanitario, es nombre diplomático del cambio de control del petróleo.
Toda causa proclamada —derechos humanos,
democracia, narcotráfico— es intercambiable; el petróleo no lo es. Si mañana
Venezuela perdiera todo su crudo, el interés estratégico estadounidense caería
a nivel residual. Esa sola prueba contrafáctica basta para entender qué está en
juego: no el tipo de gobierno venezolano, sino quién manda sobre la reserva más
grande del mundo en el hemisferio donde Estados Unidos no tolera rivales.
Ese es el eje: bajo la capa moral,
petróleo. Bajo la capa jurídica, petróleo. Bajo la capa diplomática, petróleo.
El conflicto no gira en torno a lo que Washington dice que combate, sino en
torno a lo que Washington no puede dejar de controlar. Y en esa verdad
estructural —desnuda, elemental, persistente— se condensa el sentido entero de
la disputa.
Fuentes
Telesur — cobertura sobre sanciones y
violaciones aéreas en Venezuela
RT en Español — análisis de la política
exterior de Estados Unidos en Venezuela
BBC Mundo — dossier sobre sanciones de
Washington y crisis venezolana
Deutsche Welle en Español — cronología
del reconocimiento a Guaidó
El País (España) — notas sobre la
estrategia de sanciones y presión diplomática de Estados Unidos
Infobae — registros de episodios de
interceptación naval y acusaciones de narcotráfico por parte de Washington
CELAG — informes sobre impacto económico
de sanciones y geopolítica del petróleo en Venezuela


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