Petróleo y poder: la razón estratégica detrás del conflicto EE.UU.–Venezuela

 

 
Fuente: Commons.wikimedia

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La capa visible y la capa estructural

Que Estados Unidos y Venezuela se encuentren en conflicto abierto y sostenido desde comienzos del siglo XXI no es materia de debate. La discusión real se ubica en el terreno de las causas: ¿se trata de un enfrentamiento derivado de la deriva autoritaria del chavismo, de la catástrofe económica, de las denuncias de narcotráfico, o de un desacuerdo geopolítico por control energético? Toda la evidencia de largo plazo, tanto documental como conductual, indica que el factor decisivo no está en la superficie declarativa sino en el subsuelo material: el petróleo.

A partir de 1999, cuando Hugo Chávez llega al poder y recompone el control estatal sobre PDVSA, el vínculo con Washington muta de tensión retórica a confrontación estratégica. La condición energética de Venezuela —reservas probadas más grandes del planeta— no es un dato accesorio sino el eje que ordena el resto de los hechos: sanciones, intentos de aislamiento, operaciones diplomáticas, acusaciones penales extraterritoriales, incursiones sobre el espacio aéreo y marítimo, y narrativas mediáticas centradas en el narco-Estado. Las motivaciones morales proclamadas por Estados Unidos (defensa de la democracia, protección de la población civil, lucha contra el crimen transnacional) funcionan como marcos de legitimación. La motivación material (restaurar acceso privilegiado a un recurso crítico y desplazar influencia rusa-china-iraní del Caribe) opera como motor real.

La correlación temporal es demasiado exacta para ser casual: cuando Caracas modifica la ecuación de propiedad y alianzas de su petróleo, Washington modifica la ecuación de presión. El petróleo no explica todo lo que ocurre en Venezuela —hay factores internos, errores de gestión, fracturas económicas y sociales genuinas— pero explica por qué esas mismas fracturas reciben tratamiento de guerra económica desde el exterior solo a partir del momento en que el crudo cambia de manos, de precio político y de circuito geopolítico.

La arquitectura de la presión: sanciones, aislamiento y doctrina de cambio de régimen

Las sanciones económicas aplicadas por Washington durante los gobiernos de George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden no constituyen castigos marginales: son el dispositivo central de una estrategia de cambio de régimen. Congelan activos, bloquean financiamiento, obstaculizan importaciones de repuestos y diluyen la capacidad fiscal del Estado venezolano. No afectan primariamente a las élites, sino a la estructura económica general: al restringir divisas para importar, amplifican la escasez, erosionan salarios reales y degradan servicios públicos; luego el deterioro social producido sirve como argumento para profundizar la misma intervención que lo generó.

El mecanismo es de manual: primero se produce asfixia económica, luego esa asfixia se describe ante el mundo como prueba de ingobernabilidad y luego se postula la “transición” como única salida razonable. Este guion ya fue aplicado con variantes en Irak, Irán, Libia y, en otra escala, en Cuba. El insumo indispensable para ejecutarlo no es prueba judicial sino consenso discursivo: basta que suficientes actores internacionales repitan que el país se volvió “régimen forajido” para habilitar instrumentos de excepcionalidad —sanciones, confiscaciones, bloqueo de cuentas, reconocimiento alternativo de gobiernos paralelos— sin pasar por instancias multilaterales robustas.

El petróleo como variable de control, no como commodity neutro

Venezuela no es un proveedor marginal: su petróleo es pesado pero abundante y barato en origen, con una ventaja decisiva en un mundo en transición energética: aunque el planeta declare metas climáticas, la demanda de hidrocarburos para aviación, petroquímica, logística y defensa seguirá siendo crítica en las próximas décadas. El que controle nodos volumétricos de producción controla márgenes de maniobra geopolítica.

Cuando Caracas reconfiguró PDVSA para priorizar alianzas con China (préstamos a cambio de petróleo), con Rusia (apoyo logístico, inversión y escudo diplomático) e Irán (cooperación técnica y combustible), Washington leyó la jugada no como un giro económico sino como un movimiento estratégico en su propio perímetro hemisférico. Allí empieza la fricción irreversible: la energía dejó de ser mercancía y pasó a ser vector de alineamiento. No se sanciona a un país por vender petróleo al mundo: se sanciona cuando ese petróleo reordena el mapa de poder contra intereses estadounidenses.

Violación del espacio aéreo y hostigamiento marítimo: presión en capa militar y paramilitar

La coerción no es solo financiera. Venezuela ha denunciado reiteradas incursiones de aeronaves militares estadounidenses en su espacio aéreo, especialmente en zonas sensibles del Caribe y del corredor costero. Washington no reconoce dichas incursiones como violaciones, sino como operaciones de patrullaje en aguas y cielos internacionales. La disputa no es semántica: el objetivo militar clásico de este tipo de irrupciones es testear reacción, medir radar, mapear protocolos y exhibir que la disuasión venezolana está contenida bajo la sombra estratégica estadounidense.

En el plano marítimo, Caracas también denunció incidentes con lanchas y embarcaciones pesqueras en aguas bajo su jurisdicción, vinculando esos episodios con operaciones de presión indirecta y hostigamiento. Estados Unidos niega responsabilidad, pero el patrón global —interceptaciones, sobrevuelo, vigilancia intensiva, reconocimiento electrónico— es consistente con campañas de coerción no declarada usadas antes en otros teatros. Estas acciones, aun cuando no escalen a choque directo, tienen función política: comunicar al adversario y al entorno que el equilibrio de fuerza está controlado por la potencia que reclama cambio de régimen.

El expediente “narco-Estado” como llave moral de legitimación

Ninguna operación de presión sostenida se sostiene internacionalmente solo con intereses materiales; necesita una llave moral que la vuelva narrable. En el caso venezolano, esa llave es la etiqueta de narco-Estado. Las denuncias contra funcionarios y responsables del aparato de seguridad son amplificadas como prueba de que el país no es solo autoritario o fallido, sino criminal transnacional. La incriminación por narcotráfico cumple una función doble: deshumaniza al adversario (no es un gobierno rival, es una estructura mafiosa) y habilita la extraterritorialidad jurídica de Estados Unidos (si es crimen federal, Washington se arroga jurisdicción).

Aquí reaparece el petróleo: no porque reemplace al expediente penal, sino porque le da sentido geopolítico. Se acusa por narcotráfico, pero se sanciona al petróleo; se denuncia criminalidad, pero se bloquean cuentas de PDVSA; se invoca moral, pero se impacta infraestructura energética. La congruencia material muestra cuál de los dos vectores —narco o petróleo— es causa y cuál es instrumento.

La dimensión geopolítica: Venezuela como nodo de exclusión de potencias rivales

Ningún país sancionado por Estados Unidos lo es por su pobreza o por su autoritarismo; lo es por su posición funcional en el tablero global. Venezuela no es relevante por su tamaño ni por su población, sino porque su petróleo es llave estratégica para tres potencias rivales de Washington: China necesita crudo estable y acuerdos de largo plazo para blindar su transición industrial; Rusia necesita socios energéticos para compensar el cerco occidental; Irán necesita exportar y triangular para eludir su propio régimen de sanciones. Caracas se volvió un vértice donde estos tres actores lograron anclaje. Ese anclaje no es tolerado por Washington dentro de su perímetro hemisférico.

Las sanciones, las acusaciones, las incursiones y el cerco diplomático no operan en el vacío: buscan impedir que el petróleo venezolano consolide una arquitectura alternativa de poder material. Aun cuando Venezuela exporte menos por deterioro productivo, lo decisivo no es el flujo volumétrico actual sino el control del potencial. Quien domine el recurso cuando haya estabilización política dominará una palanca de largo plazo. La disputa no es por el presente, sino por el futuro.

Cambio de régimen como fin y no como medio humanitario

Desde la doctrina de George W. Bush hasta la retórica de Barack Obama, y desde las sanciones máximas de Donald Trump hasta la continuidad calibrada bajo Joe Biden, el vector se mantiene: inducir una transición política en Caracas. La palabra “transición” funciona como eufemismo de “cambio de régimen” porque disimula la asimetría de poder: no es una negociación entre iguales, es una imposición bajo coerción. El dispositivo que lo habilita es siempre el mismo: declarar al régimen ilegítimo y luego reconocer un gobierno alternativo aun sin control territorial. Ese paso jurídico-diplomático —que Washington ya aplicó con Juan Guaidó— equivale a desanclar la soberanía venezolana del hecho y reanclarla a la voluntad estadounidense.

La narrativa humanitaria opera como cortina: se invoca la protección de la población, pero la herramienta usada —sanciones amplias— es precisamente la que deteriora las condiciones civiles. En términos causales la secuencia es lineal: se produce daño económico, el daño genera crisis social, la crisis se usa como prueba moral, y la prueba moral legitima más presión hasta forzar cambio. No hay filantropía: hay ingeniería de colapso.

Desgaste interno, utilidad externa

La crisis económica y la erosión institucional venezolana, que existen más allá del factor externo, son funcionales a la estrategia de Washington en tanto reducen el costo político de la intervención. Cuanto más colapsada esté la infraestructura civil, más fácil es presentar la intervención no como agresión sino como rescate. La degradación interna se vuelve argumento externo. Pero la causalidad no es circular: aun si Venezuela hubiera gestionado de modo impecable su economía, el petróleo en manos no alineadas habría sido suficiente para activar la batería de coerción. El error interno facilita, pero no origina.

El patrón comparado: por qué no es excepción

El caso venezolano encaja en una genealogía: Irán, Irak, Libia. En los tres, la matriz energética fue núcleo causal; en los tres, la justificación discursiva fue moral (derechos humanos, armas químicas, democracia); en los tres, la secuencia incluyó sanción, aislamiento, acusaciones criminales y, en dos de ellos, acción militar. La diferencia venezolana está en el perímetro (América Latina, no Medio Oriente) y en la capa nuclear (petróleo como logística hemisférica). La lógica es la misma: donde un recurso crítico deja de obedecer al dispositivo dólar–Washington–OTAN, sobreviene la doctrina de corrección forzada.

La disputa naval y aérea como modo de mensaje estratégico

Las denuncias venezolanas por intrusión aérea estadounidense y por incidentes marítimos con embarcaciones pesqueras —que Washington no reconoce— deben leerse junto con el resto de la operación, no como episodios aislados. No son batallas, son señales: se penetra para cartografiar defensa, para medir respuesta, para marcar jerarquía y, sobre todo, para instalar que el espacio de seguridad no lo define Caracas sino el aparato militar de la potencia que exige transición. La negación formal por parte de Washington no desactiva la función política de estos actos: al no admitirlos, los mantiene por debajo del umbral de guerra declarada, que justamente es el terreno ideal de la coerción estratégica.

La llave retórica del narco y la llave material del crudo

El expediente narco cumple aquí una función de ingeniería narrativa: convierte a un rival soberano en un sujeto penal perseguible. La acusación permite lo que el petróleo justifica: sancionar, incautar, aislar. Sin petróleo, la acusación narco sería marginal y no provocaría un rediseño diplomático de esta escala. Con petróleo, el expediente narco se vuelve el puente moral para lo que de otro modo sería leído como intervención imperial. No hay simetría: el narco explica el tono; el petróleo explica la acción.

El silencio como evidencia: lo que no se menciona dice más que lo que se dice

En la prensa anglosajona el petróleo rara vez figura en primer plano cuando se habla de Venezuela. Se habla de migración, hambruna, colapso hospitalario, represión y narcotráfico. El petróleo queda fuera del encuadre visible. Esa omisión no es casual: transparentar el motivo energético volvería transparente el conflicto como guerra de recursos y no como cruzada moral. El diferencial entre el volumen de cobertura sobre “crisis humanitaria” y el volumen de cobertura sobre “reserva estratégica de petróleo bajo control no alineado” es en sí mismo evidencia del diseño narrativo.

El silencio estructural es un índice: si el factor central nunca aparece en el titular, es porque el titular debe ocultar la causa para poder validar el instrumento. Si mañana Venezuela privatizara PDVSA bajo tutela de consorcios estadounidenses, la condena moral desaparecería en cuestión de meses, aun si la situación social siguiera siendo crítica. Eso demuestra que el móvil real no es la crisis social sino el vector energético.

Por qué no es una disputa de “modelo político” sino de palanca estratégica

Se suele suponer que el conflicto es ideológico: socialismo versus capitalismo, autoritarismo versus democracia. Pero esa lectura falla por un dato empírico simple: Estados Unidos mantiene relaciones privilegiadas con aliados petroleros autoritarios (Arabia Saudita es el caso escuela) sin aplicar ni sanciones masivas ni campañas de delegitimación moral equivalentes. El criterio diferencial no es el tipo de régimen interno, sino el grado de alineamiento geoestratégico sobre recursos críticos. El conflicto con Venezuela no nace del socialismo, sino del petróleo fuera de guion atlántico. Si mañana un gobierno liberal, pero aliado de China y Rusia, controlara esas reservas, la reacción sería la misma. Y si mañana un gobierno autoritario, pero alineado con Washington, administrara el crudo, la presión cesaría.

Cuando la variable explicativa cambia y el resultado no cambia, esa variable no es causal. El régimen no explica la presión; el petróleo explica por qué el régimen devino intolerable.

Función estructural de la acusación de “Estado mafioso”

La calificación de narco-Estado no solo habilita sanciones: habilita tiempo. Un conflicto narrado como disputa política es negociable; un conflicto narrado como combate al crimen no admite tregua. Si el enemigo no es un gobierno sino un cartel con bandera, la única solución aceptable es desarticularlo. Ese encuadre prolonga la presión y posterga cualquier salida pactada. De nuevo, el narco es vehículo, no motor: su utilidad es dar duración política a la coerción hasta que se logre el objetivo final —reordenar el control del recurso.

El petróleo como matriz de legitimación futura, no solo de ganancia

Para Estados Unidos, recuperar influencia sobre el petróleo venezolano no solo representa acceso físico al crudo: representa recuperación de capacidad de fijar precios, condicionar flujos y redibujar dependencia regional. En un mundo donde el margen de hegemonía estadounidense se contrae frente a China, el control de nodos energéticos actúa como red de compensación del declive. Es un seguro de poder, no solo un negocio.

Esto explica por qué la intervención no es táctica sino estratégica: no tiene horizonte electoral (no termina con un presidente u otro), sino horizonte estructural. Cambian Bush, Obama, Trump, Biden y el vector persiste. Eso indica que la motivación no proviene de la rotación política doméstica, sino de una necesidad del sistema —Estado profundo, arquitectura de seguridad nacional, comunidad de inteligencia, complejo militar-energético— donde la continuidad pesa más que el color partidario.

América Latina como zona de exclusión de potencias rivales

La doctrina estadounidense histórica (Doctrina Monroe en versión siglo XXI) reza que el hemisferio occidental es área de seguridad propia. La entrada de China con créditos petroleros, de Rusia con cooperación energética y militar y de Irán con soporte técnico en refinerías constituye, a ojos de Washington, una intrusión triple en su patio estratégico. No es que Venezuela fue sancionada y entonces buscó a China y Rusia; es que buscó a China y Rusia y entonces fue sancionada. El orden causal importa.

El rol del tiempo: por qué la guerra económica es preferible a la guerra abierta

A diferencia de Irak o Libia, Venezuela no ha sido invadida. No porque Estados Unidos no tenga capacidad, sino porque no la necesita. La guerra económica es más eficiente: se externaliza el costo político, no se disparan misiles, no se producen cadáveres que desgasten opinión pública doméstica, y el país objetivo se deteriora desde dentro hasta que la transición parezca “inevitable” y “propia”. La coerción sin invasión es la forma madura de la intervención. La moral —derechos humanos, crimen, migración— es la envoltura que la vuelve digerible.

El punto de inflexión: lo que Estados Unidos necesita que ocurra

Washington no necesita controlar físicamente Venezuela ni ocupar territorio; necesita que el poder que controle el petróleo venezolano sea compatible con su arquitectura energética y de seguridad. El resto —constitución, parlamento, narrativa pública, alineamiento discursivo— es secundario. El objetivo estratégico no es democratizar, sino reanclar. El cambio de régimen no es el medio para mejorar la vida de los venezolanos; es el medio para reapropiar la palanca energética. Esa es la ecuación.

Lectura del comportamiento: lo que los hechos dicen cuando se suprime el discurso

Si se observa solo conducta y se ocultan las palabras, el patrón es claro:

Se sanciona el petróleo, no las urnas.
Se bloquean cuentas de PDVSA, no de partidos.
Se vigila el espacio aéreo y marítimo donde pasa logística energética, no plazas públicas.
Se acusa a quienes controlan la cadena de crudo, no a opositores o empresarios.
Se reconoce gobiernos alternativos cuando estos prometen reorientar el recurso, no cuando prometen reformas electorales.

El vector material ordena el resto.

Conclusión: bajo la moral, siempre petróleo

Estados Unidos no libra una guerra declarada contra Venezuela, libra una guerra de posición sobre un recurso hemisférico. Las sanciones no son altruismo punitivo, son ingeniería de desgaste. La narrativa narco no es descripción, es habilitador moral. Las violaciones de espacio aéreo y las denuncias de hostigamiento marítimo no son accidentes, son señales de disuasión. Y la “transición democrática” no es objetivo humanitario, es nombre diplomático del cambio de control del petróleo.

Toda causa proclamada —derechos humanos, democracia, narcotráfico— es intercambiable; el petróleo no lo es. Si mañana Venezuela perdiera todo su crudo, el interés estratégico estadounidense caería a nivel residual. Esa sola prueba contrafáctica basta para entender qué está en juego: no el tipo de gobierno venezolano, sino quién manda sobre la reserva más grande del mundo en el hemisferio donde Estados Unidos no tolera rivales.

Ese es el eje: bajo la capa moral, petróleo. Bajo la capa jurídica, petróleo. Bajo la capa diplomática, petróleo. El conflicto no gira en torno a lo que Washington dice que combate, sino en torno a lo que Washington no puede dejar de controlar. Y en esa verdad estructural —desnuda, elemental, persistente— se condensa el sentido entero de la disputa.


Fuentes 


Telesur — cobertura sobre sanciones y violaciones aéreas en Venezuela


RT en Español — análisis de la política exterior de Estados Unidos en Venezuela


BBC Mundo — dossier sobre sanciones de Washington y crisis venezolana


Deutsche Welle en Español — cronología del reconocimiento a Guaidó


El País (España) — notas sobre la estrategia de sanciones y presión diplomática de Estados Unidos
 

Infobae — registros de episodios de interceptación naval y acusaciones de narcotráfico por parte de Washington

CELAG — informes sobre impacto económico de sanciones y geopolítica del petróleo en Venezuela

 


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