Uranio argentino: la energía de la soberanía frente al nuevo tablero mundial

 

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Desde los albores del siglo XX, la historia del uranio en la Argentina se entrelaza con una búsqueda permanente: alcanzar la soberanía tecnológica, energética y científica. No se trata solo de un mineral ni de una ecuación económica, sino de un símbolo de independencia nacional frente a los intereses de las potencias extranjeras que, una y otra vez, intentan controlar aquello que podría emancipar definitivamente a nuestra patria del tutelaje imperial.

El uranio, base de la energía nuclear, fue descubierto en territorio argentino a mediados del siglo pasado, pero su verdadero valor geopolítico se reveló con el tiempo. Argentina comprendió que no bastaba con extraer materias primas; debía dominar el conocimiento, la ciencia y la tecnología que transforman los recursos naturales en poder nacional. De esa convicción nació un proyecto estratégico que, entre avances y retrocesos, marcó una de las experiencias más notables de desarrollo autónomo en América Latina.

La Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), creada en 1950 durante el gobierno de Juan Domingo Perón, fue la piedra fundacional de esta epopeya. En un contexto mundial donde la energía nuclear era sinónimo de poder, Perón imaginó una Argentina capaz de competir desde la ciencia. Mientras los Estados Unidos concentraban el control del átomo bajo la bandera del “uso pacífico” —pero en realidad subordinando a los países periféricos a su hegemonía—, el gobierno peronista decidió que el conocimiento nuclear debía ser patrimonio del pueblo argentino.

La CNEA nació con ese espíritu: desarrollar el ciclo nuclear completo. Esto implicaba no solo la investigación teórica, sino también la exploración y explotación del uranio, la producción de combustible nuclear, la generación de energía y la formación de cuadros científicos y técnicos nacionales. A diferencia de otros países latinoamericanos que dependieron de asesorías extranjeras, Argentina formó sus propios científicos, construyó sus propios reactores y estableció laboratorios de investigación de alto nivel.

Durante las décadas de 1950 y 1960, la Argentina consolidó una red de yacimientos uraníferos distribuidos en Mendoza, Córdoba, Salta, La Rioja, Neuquén y Chubut. Entre ellos destacaron Sierra Pintada, Los Gigantes y Don Otto, nombres que aún hoy evocan una época de descubrimiento y expansión. La producción nacional abastecía el consumo interno y proyectaba la posibilidad de exportar. El país se convertía, silenciosamente, en uno de los pocos en el mundo con capacidad para producir su propio combustible nuclear.

A lo largo de los años setenta, este esfuerzo se tradujo en una estructura industrial y científica única en la región. En 1974 se inauguró Atucha I, la primera central nuclear de América Latina. Más tarde vendrían Embalse y Atucha II, consolidando un parque nuclear de generación eléctrica estable, eficiente y soberano. Detrás de cada obra había una idea profunda: la energía como instrumento de independencia nacional.

Central Nuclear Atucha I
Imagen: Commons.wikimedia



Sin embargo, como toda política de emancipación, el desarrollo nuclear argentino no estuvo exento de presiones. Durante la dictadura de 1976, mientras el terrorismo de Estado desmantelaba el tejido social y reprimía la organización popular, los sectores militares ligados al poder económico transnacional buscaron subordinar el programa nuclear a los intereses del extranjero. Aun así, la estructura técnica construida durante el peronismo resistió. La CNEA sobrevivió a los vaivenes políticos, sosteniendo la continuidad del conocimiento y formando generaciones de científicos comprometidos con la soberanía tecnológica.

El gran retroceso llegó en los años noventa, con el paradigma neoliberal impuesto bajo el discurso del “Consenso de Washington”. En nombre de la “eficiencia” y la “modernización”, se paralizó la minería de uranio, se desmantelaron proyectos estratégicos y se redujo drásticamente el presupuesto científico. El país pasó de ser autosuficiente en combustible nuclear a importar uranio de otros mercados. Fue un proceso de desindustrialización programada, que subordinó nuevamente al país a las necesidades del capital financiero internacional.

Pero la historia argentina enseña que toda dependencia genera su reacción. A comienzos del siglo XXI, con el retorno de los proyectos nacionales y populares, la Argentina comenzó a recuperar su política nuclear. El Plan Nuclear Argentino, relanzado en 2006, retomó el objetivo de completar el ciclo del combustible nuclear. Se reactivaron las obras de Atucha II, se impulsó la producción de componentes nacionales y se fortaleció el rol de la CNEA y de INVAP, empresa estatal rionegrina que ya había ganado prestigio mundial exportando reactores de investigación a Egipto, Argelia y Australia.

En ese contexto nació uno de los proyectos más ambiciosos: el CAREM, un reactor modular pequeño diseñado íntegramente por ingenieros argentinos. Este desarrollo situó al país en la vanguardia mundial de la tecnología nuclear civil. Su diseño compacto y seguro lo convirtió en un modelo de interés internacional, mostrando que la Argentina no solo domina la minería del uranio sino también la ingeniería avanzada para su utilización pacífica.

El uranio, entonces, no es solo un mineral enterrado en las sierras o las mesetas. Es una herramienta de poder y de decisión soberana. Su control define si un país puede generar energía limpia y barata, sostener su industria, exportar tecnología o, por el contrario, depender eternamente de la importación y del crédito externo.

En la actualidad, las reservas argentinas superan las 30.000 toneladas razonablemente aseguradas. Cerro Solo, en Chubut, representa uno de los yacimientos más prometedores de la región. También permanecen con potencial los yacimientos de Los Adobes y Laguna Sirven. No obstante, la explotación enfrenta obstáculos legales y ambientales en varias provincias, donde la minería metalífera a cielo abierto está restringida. El desafío está en encontrar un equilibrio entre el respeto ambiental y la necesidad de recuperar la soberanía energética.

El contexto internacional vuelve a colocar al uranio argentino en el centro del tablero geopolítico. Estados Unidos, en su disputa con China y Rusia por los recursos estratégicos del siglo XXI, ha comenzado a mirar nuevamente hacia Sudamérica. Según revelaron recientemente The Wall Street Journal y medios nacionales como Página/12 y Ámbito Financiero, la administración norteamericana busca ampliar su acceso al uranio argentino, como parte de un paquete de apoyo financiero y cooperación bilateral.

Detrás de los anuncios diplomáticos, sin embargo, se ocultan intereses de gran alcance. Washington intenta reducir su dependencia del uranio proveniente de Kazajistán y Rusia, por razones tanto económicas como geopolíticas. En ese contexto, América del Sur aparece como una alternativa segura y cercana. La Argentina, con sus reservas y su experiencia nuclear, se vuelve un objetivo natural.

Pero la cuestión no es solo energética: es estratégica. Quien controla el uranio, controla la llave de la energía nuclear y, por extensión, parte de la autonomía de los Estados. Permitir que una potencia extranjera defina la extracción o comercialización de este recurso implicaría ceder una porción de soberanía. Así lo advirtieron analistas y funcionarios que, aunque reconocen la necesidad de inversión, alertan sobre los riesgos de comprometer recursos estratégicos en acuerdos poco transparentes.

El caso argentino no puede separarse de una visión latinoamericana más amplia. América del Sur posee una inmensa riqueza mineral, energética y acuífera, y por eso es objeto de la disputa global entre las potencias. Litio, petróleo, gas, agua dulce, tierras raras y uranio conforman el nuevo mapa de poder del siglo XXI. La región, históricamente considerada “proveedora” de materias primas, vuelve a ser codiciada. Pero el desafío —como enseñó el pensamiento latinoamericanista de Perón, Vargas y los líderes del Sur— consiste en transformar esos recursos en palanca de desarrollo, no en eslabón de dependencia.

En este sentido, la política nuclear argentina puede ser ejemplo para toda la región. La creación de la ABACC (Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares) en 1991 mostró que dos países del sur podían cooperar en materia nuclear sin necesidad de supervisión de las potencias. Este acuerdo de verificación mutua, avalado por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), garantizó el uso pacífico de la energía nuclear y fortaleció la confianza regional. Fue una muestra de madurez diplomática y de soberanía compartida.

Hoy, cuando el mundo atraviesa una crisis energética y ecológica profunda, el uranio vuelve a adquirir relevancia. Las grandes potencias relanzan sus programas nucleares en busca de alternativas limpias al carbón y al gas. Mientras tanto, América Latina, y particularmente la Argentina, dispone de los recursos y del conocimiento necesarios para participar activamente de esa transición. Pero hacerlo desde una posición subordinada sería repetir los errores del pasado.

La clave está en comprender que la soberanía energética no se negocia, se construye. Y que el control del uranio no debe quedar en manos extranjeras ni en corporaciones privadas sin control nacional. El Estado debe ser garante del interés público, impulsando una minería responsable, industrialización con valor agregado local y formación de técnicos y científicos propios.

El futuro del uranio argentino está ligado a la capacidad del país de integrarlo a un proyecto nacional de desarrollo. Eso implica reactivar los yacimientos con participación estatal, promover la tecnología nacional y proteger las áreas sensibles del saqueo ambiental. También significa fortalecer los vínculos con países hermanos que comparten la visión de un continente libre y cooperativo. En lugar de competir entre sí por atraer inversiones extranjeras, los países latinoamericanos podrían coordinar políticas nucleares complementarias, desarrollando capacidades conjuntas y defendiendo sus recursos en bloque frente a las presiones externas.

El desafío no es menor. La ofensiva norteamericana para ampliar su presencia en el sector del uranio se da en simultáneo con su intento de recuperar influencia sobre los gobiernos de la región, limitando los acuerdos con China y Rusia. En el caso argentino, los recientes informes del *Wall Street Journal* y las gestiones diplomáticas de Washington muestran con claridad que el interés no es altruista: se trata de asegurar recursos estratégicos para su propia industria.

La historia enseña que cuando una potencia muestra interés por los recursos de otro país, lo hace movida por necesidad, no por solidaridad. El discurso del “apoyo financiero” o la “cooperación energética” suele esconder una lógica de subordinación. Por eso, ante las ofertas extranjeras, Argentina debe actuar con prudencia y con una visión estratégica a largo plazo, evitando acuerdos que comprometan su autonomía.

En el fondo, el uranio es hoy lo que alguna vez fue el petróleo: una materia prima codiciada que puede ser instrumento de liberación o de dependencia. En manos del Estado y de un proyecto nacional, puede garantizar energía limpia, desarrollo industrial y poder tecnológico. En manos del capital extranjero, se convierte en un eslabón más del sometimiento.

La soberanía sobre el uranio es parte de una soberanía más amplia: la del conocimiento, la ciencia y la tecnología. No alcanza con tener los recursos; hay que tener también la capacidad de transformarlos. Esa ha sido la lección de la historia argentina: los países que renuncian a su ciencia y a su industria terminan renunciando a su independencia.

Por eso, el uranio argentino no debe verse como un negocio, sino como una causa nacional. Cada gramo de mineral que se extrae representa una decisión política: si servirá para fortalecer la patria o para alimentar el poder de otros. En ese dilema se juega buena parte del destino argentino en el siglo XXI.

El país cuenta con todo lo necesario para decidir su propio camino: científicos formados, instituciones con trayectoria, reservas importantes y una conciencia creciente sobre la importancia de los recursos estratégicos. Solo falta lo esencial: la voluntad política sostenida, libre de presiones externas y fiel a la tradición nacional y popular que concibe al Estado como motor del desarrollo.

Frente al nuevo tablero mundial, donde las potencias reconfiguran su presencia en función de los recursos naturales, la Argentina debe reafirmar su principio histórico de autodeterminación. Como dijo Perón, “la verdadera independencia no se declama, se conquista”. Esa conquista hoy pasa por el control del uranio, de la energía y de la ciencia.

Si la Argentina logra mantener el control de su ciclo nuclear y reactivar la minería del uranio con tecnología propia, estará dando un paso decisivo hacia la soberanía energética. Y no solo eso: estará marcando un rumbo para toda América Latina. Un continente que, unido, puede dejar de ser zona de extracción para convertirse en zona de creación, desarrollo y dignidad.

El uranio argentino no es simplemente una veta mineral. Es la energía de la soberanía, la chispa que puede iluminar un futuro independiente. Y en tiempos donde los imperios compiten por recursos, defenderlo es defender la patria.


Fuentes

Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA). Documentos institucionales y archivos históricos.

Página/12: “Estados Unidos está interesado en el uranio argentino: la letra chica del rescate financiero”.

Ámbito Financiero: “The Wall Street Journal reveló que EEUU busca ampliar su acceso al uranio argentino”.

The Wall Street Journal: “U.S. seeks new uranium sources in Latin America”.

Télam: “Argentina reactivará la minería de uranio en el marco del Plan Nuclear Argentino”.

Perfil: “Cerro Solo, el proyecto que puede reactivar la producción de uranio en el país”.

OIEA (Organismo Internacional de Energía Atómica). “Informe sobre cooperación nuclear pacífica en América Latina”.

ABACC (Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares). Informes técnicos.


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