¿A quién le conviene que África nunca se estabilice?
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La presencia de grupos armados en África suele explicarse como el resultado de fragilidades locales, tensiones étnicas, pobreza estructural o consecuencias del colonialismo. Todo eso es cierto, pero apenas roza la superficie. Si uno mira el mapa con una perspectiva geopolítica más amplia, aparece una realidad incómoda: estos movimientos insurgentes no solo sobreviven por las debilidades de los Estados africanos, sino también porque su existencia, en cierto modo, resulta funcional a los intereses de potencias externas. No se trata de alianzas directas, sino de un tipo de inestabilidad que nadie termina de querer resolver del todo, porque su persistencia ordena el tablero de una manera conveniente para quienes tienen la capacidad, pero no necesariamente la voluntad, de cambiarlo.
Es evidente que los grupos yihadistas, en términos estrictamente militares, no representan un desafío insuperable para ninguna potencia global. No disponen de fuerza aérea, ni de radares sofisticados, ni de artillería moderna, ni de una cadena de suministros capaz de sostener una guerra abierta. Carecen de defensa antiaérea y dependen de motos, camionetas y armas ligeras. Frente a una campaña militar total —combinando inteligencia satelital, drones, fuerzas especiales y control aéreo— muchas de estas organizaciones no resistirían demasiados meses. Esto no es especulación: los mismos ataques selectivos realizados por potencias extranjeras a lo largo de los años muestran que cuando deciden actuar en serio, la capacidad de neutralizar líderes y bases es contundente. Pero nunca se despliega esa fuerza total. Nunca se busca la eliminación completa. Y ahí surge la pregunta que vale más que cualquier informe técnico: ¿por qué?
La respuesta más simple es que la estabilidad absoluta no siempre beneficia a quienes dominan el sistema internacional. Un país estable es un país más fuerte. Con un gobierno consolidado vienen mejores negociaciones, más control de sus recursos naturales, mayor capacidad de regular inversiones extranjeras, exigencias ambientales, fiscales y políticas que elevan los costos de operar. La estabilidad obliga a tratar con un Estado que sabe lo que tiene y que puede imponer condiciones. En cambio, un país atravesado por insurgencias, conflictos internos y fragmentación institucional se vuelve dependiente de asistencia externa, acepta asesoramiento militar sin cuestionarlo demasiado, entrega concesiones mineras poco transparentes y permite la presencia de tropas extranjeras bajo el pretexto de combatir amenazas que nunca terminan de desaparecer.
Esto no implica que las potencias financien a estos grupos. No hace falta. Basta con permitir que la situación siga su curso, sin invertir lo necesario para cambiarla, y sin asumir el costo político y humano de una intervención total. La inestabilidad se mantiene sola, como un fuego que arde porque nadie quiere apagarlo del todo. Las insurgencias actúan en zonas donde el Estado está ausente, donde la pobreza y el resentimiento alimentan reclutamientos, y donde los ciudadanos no tienen más opción que negociar con la fuerza que controla el territorio. Los grupos armados cobran impuestos, imponen reglas estrictas, controlan rutas de comercio, secuestran, extorsionan y administran recursos como si fueran un gobierno en la sombra. Lo sorprendente es que muchos habitantes, aunque no compartan su ideología, los ven como la única autoridad que aparece cuando el Estado no llega.
Mientras tanto, las potencias obtienen beneficios concretos. La presencia de una amenaza persistente justifica bases militares estratégicas, sistemas de vigilancia, acceso a aeródromos y pactos de seguridad que, en un contexto estable, serían políticamente difíciles de sostener. El Sahel se ha convertido en un corredor donde operan fuerzas especiales, drones y misiones de entrenamiento multinacionales. Somalia, por su parte, alberga una de las instalaciones militares más importantes de Estados Unidos en el continente. Si los grupos armados desaparecieran, también desaparecería la justificación para gran parte de esa presencia militar.
El factor económico es igual de relevante. África posee uno de los inventarios de recursos estratégicos más grandes del planeta: oro, litio, cobalto, coltán, uranio, petróleo y gas offshore, además de tierras raras indispensables para la industria tecnológica y militar. Todo esto está perfectamente mapeado por empresas privadas, consultoras y agencias estatales de las grandes potencias. El problema no es identificar los recursos, sino quién controla el territorio donde están. En Estados débiles y fragmentados, la explotación de estos minerales puede realizarse en condiciones más flexibles, con intermediarios locales que facilitan acuerdos informales, con niveles de regulación bajos y con gobiernos que no pueden fiscalizar adecuadamente.
La insurgencia, en este esquema, no es un actor diseñado para favorecer estos intereses, pero sí opera como un elemento que debilita a los Estados y facilita un entorno donde el control efectivo de los recursos no está en manos públicas. Cada conflicto que paraliza una región minera, cada carretera que queda bajo control guerrillero, cada desplazamiento forzado de comunidades abre puertas para redes de contrabando que terminan conectadas con mercados internacionales. El caos no beneficia solo a los insurgentes: beneficia a todo un entramado que actúa en la sombra.
Esto no significa que las potencias deseen un colapso total. El derrumbe absoluto de un Estado produciría nuevas amenazas más difíciles de administrar: hambrunas, migraciones masivas, vacíos de poder que podrían ocupar actores rivales, y eventualmente la intervención de otras potencias con agendas propias. Lo que parece mantenerse es un equilibrio incómodo: suficiente inestabilidad como para impedir que los países se fortalezcan del todo, pero suficiente orden como para que el caos no se desborde.
El costo humano para África es enorme. Países que podrían convertirse en potencias agrícolas, industriales o energéticas —como Mali, Níger, Nigeria o Somalia— cargan con insurgencias interminables que absorben recursos, devoran generaciones enteras y destruyen la confianza en las instituciones. Esa espiral impide el desarrollo sostenido, bloquea inversiones productivas y perpetúa la dependencia exterior. Es un círculo que beneficia a unos pocos y perjudica a millones.
Nada de esto implica una explicación única ni un diseño perfecto. La realidad es más simple y más cruda: la inestabilidad sirve a demasiados intereses a la vez como para que alguien tenga incentivos reales de terminarla. Por eso los grupos armados sobreviven. Por eso resurgen incluso después de golpes duros. Y por eso África sigue atrapada en conflictos que, técnicamente, podrían resolverse, pero estratégicamente, nadie quiere resolver del todo.
Fuentes
* Centro de Estudios Estratégicos del Ejército de España
* Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE)
* Revista "Foreign Affairs Latinoamérica"
* Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL)
* Biblioteca Digital de la Defensa (Argentina)
* Organización de Estados Americanos (OEA) – Documentos sobre seguridad hemisférica
* Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO)

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