El siglo de la humillación en China: memoria de un país herido y su resonancia en el siglo XXI

 

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En la memoria profunda de China existe una herida que no ha cicatrizado del todo. Es una herida que no depende de un acontecimiento puntual, sino de un proceso prolongado que atravesó generaciones, redefinió el destino de un imperio milenario y dio forma al relato fundacional del Estado chino moderno. Ese periodo es conocido como el siglo de la humillación.

Para los chinos, no es únicamente un concepto historiográfico: es un sentimiento colectivo que se transmite en los manuales escolares, en los museos nacionales, en la ópera, en la diplomacia y en el imaginario político que sostiene al país. Es la conciencia de haber sido vulnerados, desmembrados y despreciados por potencias extranjeras en un momento en que el mundo cambiaba con una velocidad que el Imperio Qing no supo comprender ni enfrentar.

Este artículo se adentra en ese siglo turbulento, no desde la frialdad enciclopédica, sino desde el pulso histórico y humano. El relato de un imperio que, habiéndose considerado durante siglos el centro del mundo civilizado, debió enfrentar su propia fragilidad y reconstruirse desde las ruinas. Y al final, reflexiona sobre cómo ese pasado sigue vivo hoy, influyendo en la política exterior, las estrategias de seguridad y el comportamiento geopolítico de la República Popular China.

 

El fin de la autosuficiencia: un imperio que no supo ver el mundo que venía

A comienzos del siglo XIX, China seguía percibiéndose a sí misma como el “Reino del Centro”, una civilización autosuficiente que veía a los demás como pueblos periféricos o bárbaros. El sistema imperial Qing había mantenido por siglos un orden propio, estable y relativamente próspero, sostenido por una burocracia confuciana que regulaba la vida cotidiana, equilibraba las cargas tributarias y mantenía cohesionado un territorio vastísimo.

Pero debajo de ese orden aparente convivían tensiones silenciosas. Los emperadores Qing, herederos de una dinastía fundada por los manchúes, se habían vuelto progresivamente conservadores. Las estructuras administrativas estaban envejecidas, la corrupción se había arraigado en múltiples niveles y la presión demográfica había generado pobreza rural, migraciones internas y estallidos sociales latentes.

Mientras tanto, el mundo exterior estaba cambiando de forma radical. Las potencias europeas habían entrado en la Revolución Industrial y aspiraban a abrir mercados, imponer tratados comerciales, expandir sus flotas y consolidar rutas estratégicas de comercio global. Para ellas, China era una pieza clave: gigantesca población, recursos abundantes, un mercado potencial y una estructura estatal rígida que podía ser empujada a aceptar concesiones.

China, que llevaba siglos ocupada en sus asuntos internos y en sus fronteras tradicionales (Tíbet, Mongolia, Xinjiang), apenas percibía la magnitud de la transformación global. El choque era inevitable.

 

Las guerras del opio: el golpe que despertó al gigante

En 1839 llegó el episodio que inaugura el siglo de la humillación: la Primera Guerra del Opio.

El conflicto no fue un simple desacuerdo comercial; fue un choque de cosmovisiones. Para el Imperio Qing, prohibir el opio era una medida sanitaria y moral. Para Gran Bretaña, impedía un negocio que compensaba su déficit comercial frente al té, la seda y la porcelana china.

Cuando las autoridades chinas destruyeron cargamentos británicos de opio, Londres respondió con la fuerza naval de la mayor potencia del siglo XIX. China, sin naves modernas ni artillería equivalente, fue derrotada con facilidad.

El Tratado de Nankín (1842) no fue solo un acuerdo desfavorable; fue una humillación en sentido estricto. Por primera vez en siglos, el imperio del centro debió ceder un territorio (Hong Kong), abrir puertos forzosamente a una potencia extranjera y aceptar un régimen legal que colocaba a ciudadanos británicos fuera de la jurisdicción china. Esa idea –que un extranjero pudiera cometer un delito y no ser juzgado por autoridades chinas– fue percibida como una afrenta intolerable, una negación misma de la soberanía.

La Segunda Guerra del Opio (1856-1860) fue aún peor. Tropas británicas y francesas entraron en Pekín, incendiaron el Palacio de Verano –símbolo artístico y espiritual de la dinastía– y obligaron a China a firmar nuevos tratados que ampliaban concesiones, libertad religiosa para misioneros y libre tránsito de extranjeros por zonas del interior.

Para los chinos de entonces, aquello fue una evidencia de que el mundo que conocían se había reducido de golpe. La estructura del imperio ya no podía contener la presión externa.

 

Crisis interna: rebeliones, hambrunas y el lento derrumbe del orden Qing

Mientras las potencias extranjeras avanzaban, el interior de China ardía.

La Rebelión Taiping (1850-1864), uno de los conflictos civiles más sangrientos de la historia humana, dejó decenas de millones de muertos. En un país donde la vida campesina era extremadamente frágil, la guerra civil, las hambrunas y las epidemias revelaron la incapacidad del sistema imperial para sostener a su población.

A esto se sumó la Rebelión Nian, los levantamientos musulmanes en el noroeste y la rebelión Miao en el sudoeste. Cada una drenó recursos, desgastó al ejército, erosionó la autoridad imperial y dejó vastas regiones sin gobierno efectivo.

El imperio enfrentaba dos frentes simultáneos: las potencias extranjeras que avanzaban con barcos y tratados, y el interior que se desmembraba lentamente. El resultado fue una dinastía debilitada, incapaz de modernizarse a tiempo.

 

La expansión japonesa y la culminación de la humillación

El golpe definitivo llegó desde un vecino asiático que hasta entonces no era considerado una amenaza: Japón.

Mientras China permanecía anclada en sus estructuras tradicionales, Japón había llevado adelante la Restauración Meiji (1868), una industrialización acelerada que combinaba instituciones occidentales con un nacionalismo renovado. En 1894-1895, estalló la Primera Guerra Sino-Japonesa.

La derrota china fue devastadora. El imperio perdió Taiwán, reconoció la independencia de Corea (que pronto quedaría bajo dominio japonés) y vio cómo Japón, por primera vez en la historia moderna, emergía como una potencia asiática capaz de vencer a un gigante demográfico.

Para el prestigio chino, aquello fue un trago amargo: que una potencia occidental humillara a China era doloroso; que lo hiciera un vecino asiático era una abierta inversión del orden jerárquico tradicional en el que China había sido líder regional.

A partir de entonces, el proceso de desmembramiento se aceleró. Alemania tomó Jiaozhou y Qingdao, Rusia avanzó sobre Manchuria, Francia presionó en el sur, Gran Bretaña se expandió en Hong Kong y ocupó nuevos territorios.

China quedó reducida a una entidad semicolonial, dividida en zonas de influencia, con migración extranjero-militar constante y con un sistema tributario y legal permeado por intereses externos.

En 1900, la rebelión de los Bóxers fue la expresión desesperada de un país que intentaba resistir a su manera, con sus creencias tradicionales, a un mundo que ya no controlaba. La alianza internacional que intervino para aplastar la revuelta y las indemnizaciones gigantescas impuestas posteriormente profundizaron la humillación colectiva.

 

La caída del imperio y el largo camino hacia la reconstrucción

En 1911, la dinastía Qing colapsó.

Pero la República fundada por Sun Yat-sen heredó un país fracturado, sin instituciones sólidas y dominado por caudillos regionales. No fue un renacer inmediato, sino un largo periodo de anarquía, pactos frágiles y luchas intestinas.

Cuando parecía que China comenzaba un proceso de reunificación, Japón invadió Manchuria en 1931 y, en 1937, lanzó una guerra total cuyo episodio más oscuro fue la masacre de Nankín.

La Segunda Guerra Sino-Japonesa volvió a poner a China de rodillas. El país resistió, pero pagó un precio altísimo en vidas humanas, infraestructura y cohesión interna.

El siglo de la humillación se cierra simbólicamente en 1949, cuando Mao Zedong proclama la República Popular China y afirma que el pueblo chino “se ha puesto de pie”. Esa frase, repetida en la educación y los discursos oficiales, es la síntesis perfecta: tras un siglo de agravios, China recuperaba su capacidad de decidir por sí misma.

Sea cual sea la evaluación de Mao y su régimen, lo cierto es que para millones de chinos significó el fin del desorden, de la fragmentación y de la subordinación.

 

El siglo de la humillación como mito fundacional de la China moderna

Una vez consolidado el poder comunista, la memoria del siglo de la humillación se convirtió en un elemento central de identidad.

No se trata solo de recordar el pasado, sino de convertirlo en un mandato político:

Nunca más China deberá ser humillada por fuerzas extranjeras.

Esa idea influye en:

1) La importancia obsesiva de la soberanía territorial.

2) La sensibilidad extrema ante cualquier intromisión externa.

3) La narrativa nacionalista que refuerza la unidad interna.

4) La desconfianza estructural hacia Occidente.

5) La memoria del sufrimiento, la fragmentación y el despojo se transformó en el combustible de la legitimidad estatal.

 

El eco del siglo de la humillación en la geopolítica contemporánea

Hoy, cuando China se proyecta como potencia global, es imposible comprender sus decisiones sin revisar el peso simbólico de ese siglo.

La competencia estratégica con Estados Unidos, las disputas en el mar de China Meridional, la insistencia en la reunificación con Taiwán, la inversión masiva en tecnología y defensa, y la sensibilidad ante el tema del Tíbet o Xinjiang se explican, en parte, por la memoria de haber sido un país vulnerado.

Cuando un funcionario chino habla de integridad territorial, no está recitando un principio jurídico: está evocando un trauma nacional.

Cuando China desconfía de alianzas militares lideradas por potencias occidentales, no es paranoia; es el reflejo histórico de haber sufrido invasiones, zonas de influencia y tratados impuestos.

Y cuando proyecta iniciativas como la Franja y la Ruta, busca no solo expandir su influencia económica, sino demostrar que ha recuperado el estatus que alguna vez perdió.

Desde esta perspectiva, el siglo de la humillación no es un capítulo cerrado, sino un espejo a través del cual China interpreta el presente. Sus líderes lo utilizan para legitimar políticas, su población lo interioriza como narrativa identitaria y su diplomacia lo emplea como fundamento para exigir respeto y reconocimiento.

Occidente a menudo malinterpreta este sentimiento, creyendo que China vive anclada en el pasado. Pero ese pasado es, para los chinos, la brújula que marca dirección en un mundo al que ahora vuelven como potencia.

Comprender el siglo de la humillación es comprender que China no busca simplemente crecer: busca que nunca más el mundo la haga arrodillarse.


Muy buen tema para tu artículo. Acá te dejo algunas fuentes en español que podrían servir para respaldar diferentes partes del texto (“siglo de la humillación”, memoria histórica, resonancia en el siglo XXI):


Fuentes

1. Javier Alcalde Cardoza, "China antes de su ascenso: El esplendor del imperio y el Siglo de la Humillación, 1680-1945" 

2. Esplendor y humillación: China, 1680-1945, también de Javier Alcalde Cardoza 

3. Tesis de Renzo Burotto Pinochet, "El siglo de la humillación en el pensamiento de los líderes de la República Popular China" 

4. Marcelo Omar Montes, El “Sueño Chino” de Xi Jinping: procesos de construcción identitaria a la luz de la re-memorización histórica 

5. Rolando Pujol, artículo “China: de la humillación histórica a la revancha estratégica en el siglo XXI” 

6. El Sueño Chino (CEPAL) 

7. El Cultural / El Español, artículo “Los tesoros del ‘siglo de la humillación’ que transformó a China: de imperio dinástico a república moderna” 

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