Mercenarios modernos y el caso de los gurkas: entre la guerra privada y el servicio al Estado

 

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El fenómeno global de los combatientes por contrato y el contraste con los históricos gurkas del Reino Unido.  

La guerra moderna ya no se libra sólo con ejércitos nacionales. A medida que los Estados delegan funciones o tercerizan tareas militares, han reaparecido con fuerza figuras antiguas bajo nombres nuevos: “contratistas”, “empresas militares privadas”, “voluntarios internacionales”. En el fondo, se trata de una reedición del mercenario, el combatiente que lucha por dinero en una guerra ajena.  

En paralelo, existe un caso opuesto que demuestra que un soldado extranjero no siempre es un mercenario: los gurkas, reclutados por el Reino Unido desde Nepal, forman parte oficial de su Ejército. Su historia sirve para comparar dos modelos de la guerra global: la milicia profesional disciplinada frente al combatiente privado que responde al mejor postor.


Los nuevos mercenarios

La invasión rusa a Ucrania reactivó el fenómeno de los combatientes extranjeros. Desde 2022, miles de hombres —y algunas mujeres— de diferentes países se unieron a ambos bandos. En el lado ucraniano, el gobierno creó la Legión Internacional de Defensa Territorial, un cuerpo que agrupa voluntarios de más de 50 países. Aunque muchos lo hacen por convicción política o moral, otros admiten que los pagos, los seguros o las recompensas pesan en su decisión.

Del lado ruso, el panorama es distinto. Moscú permitió la expansión de compañías militares privadas (PMCs), siendo la más famosa el Grupo Wagner. Bajo la conducción de Yevgueni Prigozhin, Wagner se convirtió en un instrumento de la política exterior rusa: combatió en Siria, Libia, Mali y la República Centroafricana, y luego en Ucrania. Su estructura combina lo militar con lo empresarial. El Kremlin la ha usado como fuerza paralela: útil cuando se necesita negar oficialmente una intervención o cuando las bajas deben quedar fuera de los registros del Estado.

Los combatientes de Wagner y otras redes similares provienen de múltiples orígenes: exmilitares rusos, presos liberados a cambio de combatir, sirios reclutados con promesas de salarios de 2.000 a 3.000 dólares mensuales, y más recientemente, ciudadanos de países latinoamericanos, como Cuba. El patrón es claro: la guerra convertida en fuente de ingresos, impulsada por la precariedad y por la lógica del pago.


El dinero y el riesgo

¿Cuánto gana un mercenario? Las cifras son dispares y muchas veces opacas. En los informes más fiables, los sueldos varían entre 1.000 y 5.000 dólares mensuales según la nacionalidad, la experiencia y el destino. Un recluta sirio cobra menos que un especialista ruso en artillería; un conductor o cocinero en zona de guerra apenas supera el salario mínimo de su país.  

En algunos casos, los pagos ni siquiera llegan. Excombatientes de Wagner han denunciado retrasos, fraudes o desaparición de contratos. Otros reciben recompensas únicas por misión cumplida, bonos por destrucción de objetivos o pensiones prometidas a las familias en caso de muerte. La línea entre “empleado militar” y “descartable” es muy fina.  

El mercenario no pelea por bandera ni por causa: pelea por contrato. Esa lógica, antigua como la guerra misma, hoy adopta formas empresariales. La diferencia es que, en lugar de ser una tropa irregular, ahora se oculta bajo nombres de compañías registradas, con oficinas, uniformes y jerarquías administrativas.


Mercenarios en Europa y América

El fenómeno no se limita a Ucrania. En toda Europa se han detectado redes de reclutamiento y apoyo a grupos mercenarios. Varios países de la Unión Europea investigan la infiltración de agentes o simpatizantes vinculados a Wagner, acusados de sabotajes, incendios o espionaje.  

En el Reino Unido, la policía y los servicios de inteligencia han juzgado a ciudadanos acusados de colaborar con Rusia. Al mismo tiempo, otros británicos fueron procesados por las autoridades rusas por combatir del lado ucraniano. Se trata de un reflejo de la globalización bélica: europeos enfrentándose entre sí en suelo ajeno.  

En Estados Unidos la situación es ambigua. La ley federal no prohíbe expresamente que un ciudadano luche en el extranjero, salvo que lo haga junto a organizaciones consideradas terroristas. De este modo, muchos veteranos norteamericanos han viajado a Ucrania, ya sea por convicción o por el atractivo del salario. Algunos fueron capturados por Rusia y condenados como “mercenarios”, una acusación política que busca equiparar voluntariado con lucro.

Mientras tanto, en América Latina comienzan a verse señales preocupantes. En 2023 y 2024 se detectaron redes de reclutamiento en Cuba y otros países para enviar combatientes a Rusia. La oferta: entre 1.500 y 2.000 dólares al mes, vivienda y promesas de ciudadanía rusa. Detrás, operan estructuras mixtas, mitad estatales y mitad criminales, que usan la guerra como vía de migración y como negocio.


El negocio de la guerra en África y Medio Oriente

África se ha convertido en el mayor laboratorio de compañías militares privadas. Grupos rusos, pero también occidentales, ofrecen a gobiernos débiles servicios de “seguridad” a cambio de concesiones mineras o de petróleo. Es el caso de Mali o la República Centroafricana, donde las PMCs controlan zonas de extracción de oro y diamantes.  

En Siria, tras la retirada parcial de tropas rusas y estadounidenses, varias empresas privadas quedaron al mando de la protección de campos petroleros. Allí, el límite entre soldado, contratista y mercenario desaparece por completo: todos actúan bajo lógica económica, no ideológica.

En Irak y Afganistán operaron durante años empresas estadounidenses como Blackwater (luego rebautizada Academi), DynCorp o Triple Canopy, contratadas oficialmente por el Pentágono. Aunque actuaban bajo contratos legales, su comportamiento en el terreno —especialmente en casos de abuso y asesinatos de civiles— reavivó el debate sobre la privatización de la guerra.  

Estas empresas marcan el modelo actual: el Estado subcontrata la violencia. No siempre por ahorro, sino para diluir la responsabilidad política de las muertes y mantener una guerra “sin soldados propios”.


Los gurkas: soldados, no mercenarios

Frente a esa realidad aparece el caso singular de los gurkas, soldados nepalíes que sirven en el Ejército británico desde hace más de dos siglos.  

Su origen se remonta a la guerra anglo-nepalesa de 1814–1816. Los británicos quedaron tan impresionados por la habilidad de combate de los guerreros del reino de Gorkha que firmaron un acuerdo con Nepal para reclutar a sus soldados. Desde entonces, los gurkas participaron en casi todos los conflictos británicos: desde las guerras mundiales hasta Irak y Afganistán.

Su estatus jurídico es completamente distinto al del mercenario. Los gurkas:
- Sirven dentro de una estructura estatal.  
- Reciben sueldos, pensiones y derechos según las leyes del Reino Unido.  
- Operan bajo mando militar regular, no bajo contrato privado.  

Durante décadas sufrieron discriminación salarial respecto a los soldados británicos, pero en 2008 obtuvieron igualdad de condiciones tras una fuerte campaña pública en el Reino Unido. Hoy, integran el Brigade of Gurkhas, con base en Inglaterra y en Brunei, y gozan de enorme prestigio.

Su lema, “Better to die than to be a coward” (“Mejor morir que ser un cobarde”), refleja un código de honor y disciplina que los separa de la lógica mercenaria. Aunque combaten fuera de su país natal, lo hacen dentro de una institución legal, reconocida y sometida a la ley.


Exgurkas en la seguridad privada

Una vez retirados, muchos gurkas trabajan en empresas de seguridad privada en Oriente Medio, África o Asia. Su entrenamiento y reputación los convierten en personal muy solicitado para proteger embajadas, sedes de la ONU o convoyes humanitarios. Sin embargo, ya no lo hacen como soldados británicos, sino como civiles contratados.  

Aquí el límite vuelve a difuminarse: un exgurka empleado por una empresa privada no es un mercenario en el sentido clásico, pero su función se aproxima al modelo moderno de seguridad tercerizada. La diferencia esencial radica en que el gurka, activo o retirado, conserva un código ético y una disciplina institucional heredada del servicio regular.  

Por eso, cuando se compara con los combatientes de Wagner o con los “voluntarios” de Ucrania, el contraste es claro: el gurka sirve bajo bandera, el mercenario bajo contrato.


La privatización del conflicto

La expansión de los mercenarios no es casual. Forma parte de una tendencia más amplia: la privatización del conflicto armado. Los Estados reducen sus ejércitos regulares y externalizan funciones. La guerra se gestiona como un servicio: quien tiene dinero, contrata fuerza.  

Esto genera un círculo peligroso. Las empresas militares privadas obtienen poder político, los gobiernos evitan rendir cuentas, y las poblaciones afectadas quedan sin amparo legal. En muchos casos, las violaciones a los derechos humanos no se juzgan porque los autores no pertenecen formalmente a ningún ejército.  

La figura del mercenario, que parecía una reliquia del Renacimiento, vuelve disfrazada de empresa moderna. Pero la esencia es la misma: la guerra como negocio.


Una frontera moral

El caso de los gurkas demuestra que la nacionalidad del soldado no determina su legitimidad. Lo que importa es "a quién sirve y bajo qué reglas". Cuando el combatiente responde a un Estado, existe una cadena de mando y un marco legal. Cuando responde al dinero, sólo hay contrato y beneficio.  

Ambas figuras —el gurka y el mercenario— nacen de la globalización: hombres de un país combatiendo en otro. Pero uno encarna la profesionalización del deber, el otro la comercialización de la guerra.  

En el siglo XXI, donde las guerras ya no se declaran sino que se subcontratan, esa diferencia ética se vuelve crucial. La presencia de mercenarios en Ucrania, África o Medio Oriente plantea un dilema que los gurkas, con su lealtad y disciplina, ayudan a iluminar: ¿puede haber honor sin bandera? ¿Puede haber guerra sin responsabilidad?




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