Nucleoeléctrica Argentina: cuando la privatización pone en riesgo la soberanía energética

 

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En la historia de nuestro país, cada vez que se privatizó un recurso estratégico, la pérdida no fue solo económica: fue política, tecnológica y, sobre todo, simbólica. Porque detrás de cada empresa pública que pasa a manos privadas se esconde una pregunta de fondo: ¿quién decide el rumbo de la nación? La eventual privatización de Nucleoeléctrica Argentina S.A. (NA-SA) es una de esas decisiones que, más allá de su apariencia técnica o contable, tocan las fibras más sensibles de la soberanía nacional.

Desde sus orígenes, el desarrollo nuclear argentino fue mucho más que un proyecto energético. Fue un acto de afirmación de independencia tecnológica, de ambición científica y de visión estratégica. En plena Guerra Fría, cuando las potencias mundiales se disputaban la hegemonía del átomo, Argentina apostó por construir su propio camino. En 1950 se creó la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) y, desde entonces, el país consolidó una trayectoria reconocida mundialmente. La construcción de Atucha I en 1974, la puesta en marcha de Embalse en 1984 y, décadas después, la finalización de Atucha II, marcaron hitos de soberanía y conocimiento nacional.

La empresa Nucleoeléctrica Argentina, creada en 1994, asumió la operación y mantenimiento de estas centrales. Es decir, gestiona un capital estratégico en energía, tecnología e infraestructura. Sin embargo, en los últimos tiempos, el gobierno nacional ha planteado la posibilidad de abrir el capital de NA-SA a la participación privada, bajo el argumento de “modernizar” y “eficientizar” la gestión. El discurso liberal que acompaña esta idea no es nuevo: se invoca la necesidad de atraer inversiones, reducir el peso del Estado y dinamizar el sector energético. Pero detrás de esas palabras resuena una vieja melodía: la entrega paulatina de los resortes estratégicos del país a intereses particulares.

Privatizar Nucleoeléctrica no sería un hecho menor. Significaría entregar a manos privadas —posiblemente extranjeras— el control de un área que articula ciencia, industria, energía y seguridad nacional. Porque el desarrollo nuclear, además de generar electricidad, produce conocimiento. Y ese conocimiento, acumulado durante más de siete décadas, es una de las pocas áreas en las que Argentina logró competir de igual a igual con países del norte global. No se trata solo de kilovatios, sino de soberanía tecnológica.

El sector nuclear argentino es uno de los pocos que conserva una cadena de valor completa: desde la minería de uranio hasta la producción de radioisótopos, pasando por la ingeniería de reactores y la formación de científicos. Privatizar Nucleoeléctrica implicaría fragmentar ese ecosistema, dejando en manos de intereses privados una pieza esencial de la estructura científica nacional. En términos estratégicos, sería como vender el cerebro de la nación.

Los defensores de la privatización suelen argumentar que el Estado es ineficiente, que las empresas públicas generan déficit y que el sector privado puede “hacerlo mejor”. Pero la historia reciente muestra que esa narrativa rara vez se cumple. Las privatizaciones de los años noventa, presentadas como la gran modernización del país, terminaron en concentración económica, fuga de capitales y desindustrialización. En nombre de la eficiencia, se desmantelaron empresas rentables, se perdieron capacidades técnicas y se subordinó la planificación nacional a la lógica del mercado.

Nucleoeléctrica, además, no es una empresa quebrada. Por el contrario, genera ingresos, tiene personal altamente calificado y mantiene estándares internacionales de seguridad y eficiencia. Su desarrollo de proyectos como la extensión de vida de Embalse o el plan de construcción de la cuarta central (Atucha III) demuestran la capacidad del sistema público para innovar y sostener infraestructura de altísima complejidad técnica. Lo que está en juego no es un déficit contable, sino un modelo de país.

El argumento de que la privatización permitiría atraer inversiones extranjeras es, en este caso, doblemente problemático. Primero, porque el sector nuclear es, por definición, un ámbito de seguridad nacional, donde los acuerdos internacionales son estrictos y las transferencias tecnológicas están reguladas. Y segundo, porque las inversiones que se realicen en este campo no serían neutras: implicarían compromisos geopolíticos. Ceder participación a empresas extranjeras en un área tan sensible equivaldría a compartir con potencias extranjeras información técnica, decisiones energéticas y planificación estratégica.

Si la soberanía energética consiste en la capacidad del Estado de garantizar el suministro de energía de forma autónoma y sustentable, entonces cualquier privatización de un actor clave como Nucleoeléctrica representa un debilitamiento de esa soberanía. Porque el control de la energía no se mide solo en términos de producción, sino también de decisión. ¿Quién definirá las tarifas, las inversiones, los tiempos de mantenimiento, los destinos de la energía? ¿El Estado o los accionistas?

Hay un concepto poco debatido en estos temas y que conviene recuperar: la noción de “infraestructura crítica”. En la actualidad, los sistemas eléctricos, los oleoductos, los centros de datos y las plantas nucleares son considerados por todos los países desarrollados como infraestructura estratégica. Por eso Estados Unidos, Francia o Rusia jamás entregarían la operación de sus centrales nucleares a actores privados o extranjeros. En ese sentido, la privatización de Nucleoeléctrica no sería un acto de apertura económica, sino de vulnerabilidad nacional.

Desde una perspectiva geopolítica, el control de la energía define el grado de autonomía de un país. En un mundo cada vez más inestable, donde la energía se ha convertido en un instrumento de poder, renunciar al control estatal sobre el sector nuclear sería equivalente a ceder un espacio de soberanía. Y, paradójicamente, en nombre de la libertad de mercado, se terminaría entregando la libertad nacional.

También hay un aspecto simbólico que no debe subestimarse. El desarrollo nuclear argentino fue un ejemplo de lo que un país del sur puede lograr cuando invierte en ciencia, educación y tecnología con una visión de largo plazo. Fue un proyecto de Estado, no de mercado. Fue el fruto de ingenieros, científicos y técnicos que imaginaron un futuro independiente. Desmantelar o fragmentar esa estructura sería como borrar una parte de nuestra identidad moderna.

La ciencia nuclear no es rentable en el corto plazo, pero sí lo es en términos de desarrollo. Los países que apostaron por mantener el control público de sus programas nucleares lo hicieron precisamente porque entendieron que el conocimiento no se mide en balances trimestrales. Francia, por ejemplo, sostiene su empresa estatal EDF; Corea del Sur conserva su programa nacional de reactores; Canadá protege su tecnología CANDU. Ninguno de esos países consideró sensato privatizar su energía atómica. Solo en la periferia se cree que el mercado puede sustituir al Estado en cuestiones de soberanía.

En el plano interno, la privatización de Nucleoeléctrica también tendría consecuencias sociales. Implicaría la pérdida de miles de empleos de alta calificación, la transferencia de saberes a manos privadas y la desarticulación de la red de proveedores nacionales que participan en la industria nuclear. A su vez, aumentaría la dependencia del país respecto de insumos importados y de decisiones empresariales tomadas fuera de nuestras fronteras.

El desmantelamiento de la soberanía energética tiene efectos acumulativos. Primero se privatiza la generación; luego el transporte; más tarde la distribución. Al final, el Estado queda relegado a un rol regulador débil, incapaz de garantizar el acceso equitativo a la energía y de planificar su futuro. Lo que comenzó como una decisión técnica se transforma en una pérdida estructural de poder político.

Desde una mirada más amplia, la energía es el corazón de la política internacional contemporánea. Controlar la energía significa controlar el desarrollo, la producción y la defensa. Los países que dependen de energías importadas o de capital extranjero para su infraestructura son más vulnerables a las presiones geopolíticas. En ese sentido, mantener la propiedad estatal de los recursos estratégicos es una forma de preservar la independencia nacional frente a las tensiones globales.

La idea de soberanía no debe entenderse como un concepto arcaico o nacionalista, sino como la condición mínima para ejercer decisiones propias. En un mundo dominado por corporaciones transnacionales, mantener espacios de autonomía estatal es una forma de equilibrio y de supervivencia. Cuando el Estado renuncia a esos espacios, deja a su pueblo sin herramientas de defensa frente a los vaivenes del mercado y de la geopolítica.

La privatización de Nucleoeléctrica, además, se da en un contexto donde el país atraviesa un proceso de desregulación acelerada. Esa simultaneidad no es casual: responde a una lógica global que busca reducir el papel del Estado en todos los ámbitos de decisión estratégica. Sin embargo, esa lógica choca con la realidad de los países dependientes: sin Estado fuerte, no hay desarrollo posible. El mercado puede asignar recursos, pero no puede construir futuro.

El desafío argentino, entonces, no es vender su patrimonio, sino administrarlo con inteligencia. Modernizar no significa privatizar. Modernizar es invertir, capacitar, innovar y transparentar. La verdadera eficiencia no está en vender lo público, sino en hacerlo funcionar mejor. Lo que necesita Nucleoeléctrica no es un comprador, sino un plan de Estado que la potencie.

Cada central nuclear en funcionamiento es una expresión concreta de soberanía. Cada ingeniero formado, cada reactor diseñado, cada proyecto en curso, representa una afirmación de independencia. Cuando un país renuncia a eso, no solo pierde una empresa: pierde parte de su destino. La energía es poder, y el poder no se delega.

En conclusión, la privatización de Nucleoeléctrica Argentina sería un retroceso histórico. No solo porque significaría entregar una empresa eficiente y estratégica, sino porque implicaría ceder el control sobre el conocimiento, la tecnología y la seguridad energética. Sería, en definitiva, un paso más hacia la pérdida de soberanía. Y cuando un país entrega su energía, entrega también su capacidad de decidir su propio futuro.

La defensa de Nucleoeléctrica no es una cuestión partidaria ni ideológica: es una cuestión de supervivencia nacional. Porque los pueblos que renuncian a sus recursos estratégicos, tarde o temprano, terminan dependiendo de quienes los compraron. La historia argentina lo demuestra. La pregunta, una vez más, es si hemos aprendido algo de ella.

 

 Fuentes

* Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), informes institucionales.

* Nucleoeléctrica Argentina S.A., Memoria Anual y Reportes 2023.

* Ministerio de Energía de la Nación, Plan Energético Nacional.

* Revista "Petrotecnia" y publicaciones del Instituto Argentino de Energía “General Mosconi”.

* Artículos periodísticos de Página/12, Tiempo Argentino y Télam sobre la situación de Atucha y Embalse.

* Estudios del Observatorio de Energía, Tecnología e Infraestructura para el Desarrollo (OETEC).

* Análisis comparativos sobre política nuclear en World Nuclear Association y OECD/NEA.



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