¿Qué es el fascismo? De Mussolini al pensamiento autoritario contemporáneo

 

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Hay palabras que con el tiempo se desgastan, pierden su filo. “Fascismo” es una de ellas. Se usa para descalificar, para insultar o para cerrar una discusión. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a pensar qué significa en realidad. ¿Qué es el fascismo? ¿Por qué sigue apareciendo, con distintos rostros, a lo largo de la historia? ¿Y por qué, a veces sin darnos cuenta, reproducimos sus actitudes en nuestra vida cotidiana o en los debates políticos?

Estas preguntas me inquietan desde hace años. Tal vez porque en la política —mi ámbito natural de estudio— he visto cómo los discursos autoritarios cambian de forma, se adaptan, se camuflan. El fascismo no es sólo un capítulo del siglo XX: es también una sombra que nos acompaña. Cada vez que alguien impone su verdad anulando la del otro, cada vez que el diálogo cede ante la descalificación o el miedo, esa sombra vuelve a asomar.


Los orígenes: los "fascios" italianos y el contexto de posguerra

La palabra “fascismo” proviene de "fascio", que en italiano significa “haz” o “atado de varas”. Era el símbolo que usaban los antiguos magistrados romanos: un manojo de varas de madera atadas en torno a un hacha, representación de la fuerza en la unidad y de la autoridad del Estado. Cuando Benito Mussolini fundó en 1919 los "Fasci Italiani di Combattimento", tomó ese símbolo como emblema del movimiento.

Italia atravesaba entonces un momento de profunda crisis. La Primera Guerra Mundial había dejado al país empobrecido, dividido y frustrado. Los veteranos regresaban del frente con la sensación de haber sido traicionados: la “victoria mutilada”, la llamaban, porque Italia no había recibido las recompensas territoriales prometidas. El desempleo crecía, el movimiento obrero se fortalecía, el miedo al comunismo se extendía entre las clases medias y los grandes propietarios.

En ese caldo de cultivo, Mussolini —un ex socialista convertido en nacionalista— ofreció un mensaje de orden, disciplina y grandeza nacional. Los “fascios” se presentaban como grupos de acción directa: marchaban uniformados, golpeaban a sindicalistas, quemaban periódicos, intimidaban opositores. Su ideología era difusa, pero poderosa: exaltaban la nación, despreciaban el parlamentarismo, odiaban al comunismo y glorificaban la violencia como medio de regeneración moral.

 

El período mussoliniano: del movimiento al Estado totalitario

En 1922, tras la famosa “Marcha sobre Roma”, Mussolini fue convocado por el rey Víctor Manuel III para formar gobierno. Lo que comenzó como un movimiento callejero se transformó rápidamente en un régimen de poder absoluto.

El fascismo se definía como una “tercera vía” entre el liberalismo y el marxismo. Rechazaba la lucha de clases, pero también la democracia liberal. En su lugar proponía un Estado corporativo, donde los intereses de obreros, empresarios y profesionales serían integrados bajo la dirección del partido único. En los hechos, esto significó la supresión de sindicatos libres, la censura de prensa, la persecución de disidentes y la subordinación total de la sociedad al líder.

El culto a Mussolini, “Il Duce”, fue central. Su imagen estaba en escuelas, fábricas, oficinas. Se presentaba como encarnación del pueblo y del destino italiano. El lema “Credere, obbedire, combattere” (Creer, obedecer, combatir) resumía la lógica del régimen. La educación, el arte y la propaganda fueron puestos al servicio de una narrativa de unidad y obediencia.

El fascismo exaltó la guerra como instrumento de grandeza nacional. Intervino en Etiopía, apoyó a Franco en la Guerra Civil española y, finalmente, se alió con la Alemania nazi. Tras la derrota militar y la muerte de Mussolini en 1945, Italia quedó marcada por la tragedia y la vergüenza. Pero el fascismo no desapareció del todo: se transformó en memoria, en advertencia, y también en semilla latente para futuros autoritarismos.

 

El fascismo como modelo y advertencia

La experiencia italiana inspiró a otros regímenes del siglo XX. El franquismo en España, el salazarismo en Portugal o la Guardia de Hierro en Rumania tomaron elementos del fascismo: el culto al líder, la movilización de masas, el nacionalismo extremo, la propaganda.

Sin embargo, no todos los movimientos autoritarios son fascistas. El fascismo clásico combinaba tres características esenciales:

1. La idea de un Estado total, donde todo está dentro y nada fuera.

2. El liderazgo carismático que concentra la voluntad nacional.

3. La violencia política como instrumento legítimo.

A esto se sumaba una mística emocional, una especie de religión secular que prometía redención a través de la obediencia y la guerra. El fascismo fue, en ese sentido, una reacción desesperada de una sociedad que temía el caos.

Pero lo más inquietante es que ese impulso —el deseo de orden, la búsqueda de un enemigo, la necesidad de pertenecer a una comunidad “pura”— no desapareció con Mussolini. Sigue latente en la psicología colectiva.

 

¿Qué significa ser fascista hoy?

Cuando alguien llama “fascista” a otro en una discusión política, casi siempre lo hace para descalificarlo. Pero ser fascista hoy no implica vestir camisa negra ni marchar en columnas uniformadas. El fascismo contemporáneo no necesita símbolos: se expresa en actitudes, en formas de pensamiento, en modos de tratar al otro.

Ser fascista hoy es creer que quien piensa distinto debe ser silenciado. Es suponer que las diferencias no se debaten, sino que se eliminan. Es colocar la identidad por encima de la razón. El fascismo del siglo XXI no se presenta con uniformes, sino con tweets, con insultos, con linchamientos simbólicos.

Vivimos una época en la que la polarización se ha convertido en método político. Las redes sociales amplifican la indignación y castigan la duda. Se premia la pertenencia tribal y se castiga el matiz. En ese contexto, el pensamiento fascista se infiltra de manera casi imperceptible: cuando la palabra cede ante el grito, cuando la discusión se transforma en agresión, cuando el adversario deja de ser un interlocutor y pasa a ser un enemigo.

 

El fascismo cotidiano: cuando la violencia reemplaza al argumento

Lo he visto muchas veces, tanto en debates públicos como en conversaciones privadas. Una discusión comienza sobre un tema político, económico o social, pero pronto uno de los participantes se sale del tema y ataca al otro. No a su idea, sino a su persona: “vos no entendés”, “sos un ignorante”, “decís eso porque sos de tal partido”, “porque sos viejo”, “porque sos pobre”. En ese momento, ya no hay diálogo: hay dominación.

Ese gesto autoritario, esa incapacidad de reconocer la diferencia, es la raíz del fascismo. No importa si viene de la derecha o de la izquierda. Lo verdaderamente fascista es creer que el otro no tiene derecho a existir como otro.

Cuando estas actitudes se reiteran, cuando los gobiernos fomentan la división y la desconfianza, cuando se premia el fanatismo y se castiga la crítica, el asunto se vuelve peligroso. Porque entonces el fascismo deja de ser una sombra individual y se convierte nuevamente en sistema. El pensamiento único, venga de donde venga, es la antesala del autoritarismo.

 

El retorno del autoritarismo en la era digital

En distintos países del mundo, movimientos políticos contemporáneos retoman la retórica del fascismo: exaltan la nación, demonizan a las minorías, se presentan como “salvadores” frente al caos. A veces lo hacen desde gobiernos, otras desde redes de opinión o medios masivos. Aclaro que "exaltar la nación" no está mal pero no a costa de descalificar, insultar o hasta matar al otro.

El lenguaje del odio se normaliza. Se ridiculiza al que disiente. Se confunde patriotismo con exclusión. Se pide “mano dura” como solución mágica a problemas complejos. Todo eso responde a una misma lógica: la del miedo como herramienta de control.

Mussolini comprendió muy bien que el miedo une más que la esperanza. Y en la actualidad, muchos líderes lo saben también. No necesitan censurar: basta con saturar de mensajes, con manipular emociones, con simplificar la realidad en binarios morales. “Ellos” o “nosotros”. “Buenos” o “malos”.

El fascismo contemporáneo ya no usa camisas negras, pero conserva su esencia: desprecio por el pluralismo, desconfianza en la razón, adoración del líder fuerte, odio al diferente.

Hay partidos políticos que se autodenominan "liberales" con actitudes fascistas y esto no es una contradicción. Utilizar las fuerzas de seguridad ante la mínima protesta con órdenes claras de reprimir a "bastonazos", con gas pimienta, balas de goma son acciones tendientes a eliminar al que disiente. y eso es fascismo.

 

La importancia del disenso

Si algo nos enseñó el siglo XX es que la democracia no se sostiene sólo con instituciones, sino con una cultura del diálogo. Escuchar al otro, aun cuando nos moleste o nos incomode, es un acto político de enorme valor.

Aceptar que alguien piense distinto no significa renunciar a nuestras convicciones, sino reconocer que la verdad no es propiedad de nadie. Por eso, cuando en una conversación alguien se impacienta y comienza a descalificar, está reproduciendo, en pequeño, el gesto del fascista. Y cuando los Estados o los gobiernos asumen esa misma actitud hacia los ciudadanos, el peligro se vuelve estructural.

El fascismo empieza cuando el miedo al otro se transforma en política de Estado.

 

Reflexión final: el fascismo como sombra permanente

El fascismo no fue sólo un régimen italiano. Fue —y sigue siendo— una posibilidad humana. Una tentación de imponer el orden por encima de la libertad, de acallar la diferencia en nombre de la unidad.

Por eso es necesario hablar del fascismo no como un hecho pasado, sino como una actitud que puede renacer en cualquier momento. En los discursos de odio, en la intolerancia cotidiana, en la arrogancia moral de quienes creen tener la verdad. Cuando un lider político insulta a adversarios, parlamentarios, jueces o adversarios en general está poniendo en evidencia su predisposición hacia el autoritarismo fascista.

La democracia, en cambio, exige humildad. Exige reconocer que el otro tiene derecho a pensar distinto. Que la diferencia no es una amenaza, sino una riqueza.

Ser antifascista no es una cuestión ideológica: es una elección ética. Es optar por la palabra en lugar del grito, por el argumento en lugar de la descalificación, por el respeto en lugar del miedo.

Y aunque el fascismo cambie de forma, aunque se disfrace de modernidad o de corrección política, siempre habrá una manera de identificarlo: allí donde desaparece el diálogo y reina el odio, allí está su semilla.

 

Fuentes

* Payne, Stanley G. "Historia del fascismo". Alianza Editorial, Madrid, 2006.

* Eco, Umberto. "El fascismo eterno". Editorial Lumen, Barcelona, 2018.

* Gentile, Emilio. "La sacralización de la política en el fascismo italiano". Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.

* Traverso, Enzo. "La historia como campo de batalla". Fondo de Cultura Económica, 2015.

* Linz, Juan. "Totalitarian and Authoritarian Regimes". Lynne Rienner Publishers, 2000.

* Togliatti, Palmiro. "Lecciones sobre el fascismo". Editorial Cartago, Buenos Aires, 1973.


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