Siria, el corazón disputado de Medio Oriente
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Durante siglos, Siria ha sido una encrucijada de imperios, religiones y rutas comerciales. Cada piedra de su suelo encierra la memoria de antiguas civilizaciones que dieron forma a la historia de la humanidad. Pero también, cada generación siria ha sido testigo de guerras, invasiones y reconstrucciones interminables. En el siglo XXI, el país volvió a ocupar el centro del tablero político mundial: primero como escenario de una guerra devastadora, luego como bastión de resistencia frente al orden occidental, y hoy como pieza de negociación entre potencias que buscan redefinir el equilibrio en Medio Oriente.
Bashar al-Assad. Fuente: Commons.wikimedia
El cambio de liderazgo, tras la caída del régimen de Bashar al-Assad, ha abierto una etapa tan incierta como sorprendente. Assad gobernó Siria desde el año 2000, heredando el poder de su padre Hafez al-Assad, quien durante tres décadas moldeó un Estado fuerte, autoritario y de inspiración nacionalista árabe. En esos años, Siria se convirtió en una república controlada por el Partido Baaz, un sistema donde la lealtad al líder era la garantía de estabilidad, pero también la causa de su estancamiento. La primavera árabe de 2011 desató un levantamiento que rápidamente se transformó en guerra civil, alimentada por intereses externos y por fracturas internas que el régimen había contenido durante décadas.
El conflicto sirio fue una guerra de todos contra todos: el gobierno contra grupos rebeldes, los islamistas contra los laicos, los kurdos contra Turquía, los iraníes junto a Damasco frente a la coalición occidental. Rusia intervino para sostener al régimen y asegurar su presencia en el Mediterráneo; Estados Unidos apoyó a distintas facciones con el objetivo de debilitar a Assad y frenar la influencia iraní; Israel realizó ataques selectivos para evitar el fortalecimiento de Hezbollah en su frontera norte. En ese caos, Siria se convirtió en un tablero donde cada potencia movía sus fichas, sin importar el destino de los civiles atrapados en la guerra.
La caída de Bashar al-Assad marcó el final de una era. No fue una derrota militar en el sentido clásico, sino una implosión política: el régimen agotado, la economía colapsada, las sanciones internacionales y las divisiones internas terminaron por erosionar su poder. Assad, que había sobrevivido a intentos de derrocamiento y a la presión de las grandes potencias, fue finalmente desplazado por el curso inevitable de los hechos. Su salida, silenciosa y sin gloria, cerró más de medio siglo de hegemonía baazista en Siria.
Ahmed al-Sharaa. Imagen: Commons.wikimedia
En ese vacío de poder emergió una figura inesperada: Ahmed al-Sharaa. Su nombre no era desconocido para los sirios, ni para los servicios de inteligencia occidentales. Fue combatiente de la Yihad Islámica durante los años más intensos de la guerra civil. En aquel tiempo, aparecía asociado a videos que mostraban ejecuciones de rehenes en zonas bajo control yihadista, imágenes que recorrieron el mundo y lo convirtieron en símbolo del fanatismo violento. Por eso, cuando los medios occidentales lo apodaron “el cortador de cabezas”, no lo hicieron por metáfora sino por su presunta participación directa en aquellos actos de terror.
Sin embargo, la historia de Al-Sharaa tomó un giro inesperado. Con el paso de los años, y especialmente tras la fragmentación de los grupos islamistas, comenzó a distanciarse del extremismo. Abandonó el discurso religioso radical y adoptó una retórica nacionalista, apelando a la unidad siria y a la reconstrucción del país. De enemigo declarado de Occidente pasó a presentarse como interlocutor pragmático, dispuesto a negociar con todos los actores si eso garantizaba la soberanía del Estado sirio. El Gobierno de los Estados Unidos ofrecía una recompensa de hasta 10 millones de dólares por información que conduzca a su localización. Pero, eso fue en otros tiempos.
Su ascenso político se apoyó en esa mutación ideológica: un excombatiente que conocía la guerra desde dentro, que entendía el dolor de su pueblo y que prometía estabilidad frente al vacío de poder.
Al-Sharaa con Donald Trump en la Casa Blanca
El punto de inflexión llegó cuando Estados Unidos retiró su nombre de la lista de terroristas y reconoció formalmente su autoridad. El gesto fue interpretado en el mundo árabe como un mensaje claro: Washington busca reconfigurar el mapa político de la región. La posterior reunión de Al-Sharaa con Donald Trump en la Casa Blanca selló ese cambio de rumbo. El líder sirio que años atrás había sido enemigo público número uno de Occidente, hoy es recibido como socio potencial en la lucha contra el extremismo y en la reconstrucción de un país devastado.
Detrás de ese viraje político hay una lógica profunda. Siria no es un país cualquiera en el Medio Oriente. Es la llave que conecta el Mediterráneo con el Golfo Pérsico, el puente entre el mundo árabe y Asia Central, el espacio donde convergen rutas energéticas, intereses militares y tensiones religiosas. Su territorio limita con Turquía, Irak, Jordania, Líbano e Israel; su costa mediterránea ofrece una salida estratégica que pocas naciones de la región poseen. Controlar Siria significa tener influencia directa sobre el Levante, sobre el acceso marítimo de Irán y sobre las rutas del gas que alimentan a Europa.
Por eso ninguna potencia permanece indiferente a su destino. Rusia, que mantiene su base naval en Tartus desde la época soviética, necesita a Siria para conservar su presencia militar en el Mediterráneo. Irán considera al país un corredor vital para conectar Teherán con el Líbano y con Hezbollah. Turquía teme la formación de un enclave kurdo independiente en el norte sirio, mientras Israel observa con recelo cualquier movimiento que fortalezca a fuerzas hostiles cerca de sus fronteras. En medio de todos ellos, Estados Unidos busca recuperar influencia y evitar que Moscú y Teherán consoliden un eje antioccidental.
La guerra siria fue, en esencia, una guerra por el control del espacio estratégico más importante del Medio Oriente. Y aunque el conflicto armado ha disminuido, la disputa geopolítica continúa. Cada acuerdo, cada reconstrucción, cada tratado de cooperación es parte de esa competencia silenciosa por dominar el corazón de la región.
El ascenso de Al-Sharaa introduce un elemento nuevo en ese juego. Su figura combina el pasado radical con una nueva imagen de pragmatismo político. Para algunos analistas, es un intento de Estados Unidos de transformar a un exenemigo en aliado, replicando viejos esquemas de “reconciliación controlada”. Para otros, representa la única posibilidad de estabilizar un país que ya no resiste más divisiones. En cualquier caso, su liderazgo abre interrogantes: ¿puede un antiguo yihadista convertirse en garante de la paz? ¿Es su moderación una convicción genuina o una estrategia de supervivencia?
Dentro de Siria, su gobierno enfrenta desafíos monumentales. El país está en ruinas: ciudades destruidas, infraestructura colapsada, millones de desplazados. La reconstrucción requerirá miles de millones de dólares y el apoyo de potencias que, hasta hace poco, fueron adversarias. China ha mostrado interés en participar en proyectos energéticos y de transporte; Rusia intenta mantener su influencia; Estados Unidos condiciona su apoyo a reformas políticas y garantías de estabilidad. Entre tanto, los sirios comunes buscan recuperar una normalidad que lleva más de una década suspendida.
La figura de Al-Sharaa genera desconfianza en amplios sectores. Para los occidentales, su pasado violento sigue siendo una sombra difícil de borrar. Para los islamistas, su acercamiento a Washington equivale a una traición. Para los nacionalistas sirios, es un líder surgido del caos, sin la legitimidad histórica que tuvo el régimen baazista. Pero para una población exhausta, su promesa de reconstrucción y de fin de la guerra puede resultar suficiente. En tiempos de ruina, la paz, aun con contradicciones, vale más que la pureza ideológica.
La política internacional ha comenzado a adaptarse a esta nueva realidad. Arabia Saudita y Egipto, antiguos enemigos del régimen de Assad, han manifestado disposición a reabrir embajadas en Damasco. La Liga Árabe evalúa reincorporar plenamente a Siria, lo que marcaría su regreso al sistema diplomático regional. Israel, aunque mantiene su cautela, observa con atención si la nueva administración mantiene la frontera en calma y limita la influencia iraní. Todo indica que el país ingresa en una etapa de transición, donde las alianzas se redefinen y las viejas enemistades se convierten en oportunidades tácticas.
El cambio en Siria también refleja una tendencia más amplia: el agotamiento de la política de sanciones y aislamiento como herramienta de control. Después de años de bloqueo económico y destrucción, la comunidad internacional parece aceptar que ningún conflicto puede prolongarse indefinidamente sin consecuencias globales. Siria, con su posición estratégica y su papel en la estabilidad del Levante, es demasiado importante para quedar fuera del sistema. La normalización, aunque incompleta, es parte de un proceso de realismo político que reconoce la necesidad de reintegrar a Damasco al orden regional.
Detrás de estas maniobras se esconde una pregunta más profunda: ¿quién controla realmente Siria? Los ejércitos extranjeros aún mantienen presencia en su territorio; las milicias locales conservan poder en varias provincias; y los acuerdos firmados en el exterior rara vez reflejan las dinámicas internas. La soberanía siria es, hoy, un ideal en reconstrucción. Al-Sharaa, más que un líder consolidado, es la expresión de ese intento de recomponer un Estado a partir de las ruinas.
Su relación con Trump simboliza un nuevo capítulo en la diplomacia contemporánea: la política del pragmatismo absoluto, donde las ideologías se diluyen y las alianzas se construyen sobre la oportunidad. Para Washington, respaldar a un exyihadista arrepentido puede ser un mal menor frente al riesgo de un vacío geopolítico aprovechado por Rusia o Irán. Para Al-Sharaa, aceptar esa mano tendida significa asegurar recursos y reconocimiento internacional. El equilibrio entre ambos es frágil, pero funcional.
En el fondo, Siria sigue siendo el corazón del Medio Oriente. Todo lo que sucede allí repercute en el resto de la región. Si el país logra estabilizarse, podría convertirse en eje de una nueva arquitectura de poder regional; si fracasa, reabrirá las heridas que la guerra apenas había cerrado. Por eso, cada movimiento en Damasco es observado con atención por las capitales vecinas y por las potencias globales.
La historia reciente demuestra que Siria nunca desaparece del mapa del poder. Cambian los líderes, los aliados, los enemigos, pero el país conserva su papel de bisagra entre Oriente y Occidente, entre el islam y la modernidad, entre la guerra y la esperanza. La figura de Ahmed al-Sharaa encarna esa contradicción: un hombre marcado por el pasado que intenta abrir un futuro. Su destino, y el de Siria, dependerán de su capacidad para transformar la violencia en legitimidad, y el miedo en estabilidad.
El tiempo dirá si esta nueva etapa representa una verdadera reconciliación o un equilibrio precario sostenido por intereses externos. Pero una cosa es cierta: quien controla Siria no solo domina un territorio estratégico, sino también la llave del equilibrio de todo Medio Oriente. En esa verdad simple y brutal reside la esencia del conflicto, y tal vez también la esperanza de que algún día el corazón del mundo deje de latir al ritmo de la guerra.
Fuentes
– Agencia Anadolu (aa.com.tr/es)
– ABC Internacional (abc.es/internacional)
– El País (elpais.com/internacional)
– RT en Español (actualidad.rt.com)
– Al Mayadeen Español (almayadeen.net/es)
– Middle East Eye en español (middleeasteye.net/es)

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