Trump y el imperialismo financiero: el nuevo rostro del poder global en el siglo XXI

 

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En las primeras décadas del siglo XXI, el término "imperialismo" ha vuelto al centro del debate político y académico. Lejos de ser una palabra anacrónica, revive en un contexto de crisis del orden global surgido tras la Segunda Guerra Mundial y de fractura del paradigma neoliberal que dominó los años noventa. Emir Sader, en su artículo "Imperialismo del siglo XXI" (Página/12, 2025), sostiene que la hegemonía estadounidense ya no puede sostenerse sobre los viejos pilares industriales y militares que definieron el siglo XX. Sin embargo, su lógica de dominación persiste, adaptada a las nuevas formas del capital: especulación financiera, control tecnológico, manipulación de la deuda y sanciones económicas como armas.

Desde esa perspectiva, el gobierno de Donald Trump (2017-2021) no puede interpretarse como un retorno al capitalismo liberal clásico, basado en la competencia y la libertad de los mercados, sino como una reformulación del imperialismo. Un imperialismo que combina poder financiero, coerción económica y una retórica nacionalista que disfraza la imposición global bajo la promesa de “América First”.

 

De Lenin a Harvey: el hilo teórico del imperialismo

El concepto de "imperialismo" fue definido con precisión por Vladímir Lenin en 1916, en su célebre obra "El imperialismo, fase superior del capitalismo". Allí lo describe como el estadio en el cual el capital financiero se fusiona con el capital industrial y los grandes monopolios compiten por el reparto del mundo. El imperialismo, en este sentido, no era una desviación del capitalismo, sino su consecuencia lógica: la búsqueda de nuevos mercados, materias primas y espacios de inversión.

Durante el siglo XX, autores como Rosa Luxemburgo, Giovanni Arrighi y Samir Amin actualizaron esa tesis. Arrighi, en "El largo siglo XX", mostró cómo cada ciclo de acumulación capitalista culmina con una etapa financiera, donde el dinero domina sobre la producción y se intensifica la competencia global por el poder. Para Amin, el imperialismo contemporáneo se manifiesta en la subordinación de la periferia al centro, no solo por medios militares, sino a través del control del crédito, la tecnología y los flujos de capital.

David Harvey, en "El nuevo imperialismo" (2003), aporta un concepto clave: "acumulación por desposesión". Es decir, la expansión del capital mediante la privatización de bienes públicos, la financiarización de la vida cotidiana y la creación de deuda como mecanismo de dependencia.

Esta tradición teórica permite leer a Trump —y al Estados Unidos contemporáneo— como parte de esa secuencia: una fase en la que el poder imperial ya no necesita ocupar territorios directamente, sino capturar flujos financieros, controlar tecnologías críticas y condicionar políticas económicas ajenas.

 

El imperialismo del siglo XXI según Emir Sader

Sader observa que la hegemonía estadounidense atraviesa un declive relativo. China, India y los BRICS desafían su primacía económica y tecnológica, pero Estados Unidos conserva un dominio sin precedentes sobre los mecanismos financieros globales. Su moneda, el dólar, sigue siendo el principal medio de intercambio y reserva de valor; su sistema bancario y sus agencias de calificación determinan el costo del crédito para el resto del mundo; y sus sanciones extraterritoriales operan como armas de coerción.

Según Sader, el “imperialismo del siglo XXI” no se expresa tanto en invasiones o protectorados, sino en la hegemonía del capital especulativo. El poder ya no reside en las fábricas, sino en los algoritmos financieros y en las redes de datos. Los bancos de inversión y las corporaciones tecnológicas reemplazan a las viejas compañías coloniales. Sin embargo, la lógica sigue siendo la misma: dominación y dependencia.

El declive de la hegemonía no implica el fin del imperialismo. Por el contrario, lo vuelve más agresivo. Estados Unidos busca compensar su pérdida de supremacía económica mediante la coerción comercial, la manipulación monetaria y la desestabilización política de aquellos países que intentan construir alternativas.

 

Trump y la restauración imperial

En este marco, el gobierno de Donald Trump representó una forma de imperialismo defensivo. Su lema "Make America Great Again" apelaba a la nostalgia del poder perdido, prometiendo un renacimiento industrial y un retorno al “capitalismo productivo”. Pero detrás del discurso nacionalista se consolidó una política imperial en tres frentes: el financiero, el tecnológico y el geopolítico.

a) El frente financiero

Trump mantuvo —y en algunos casos intensificó— el dominio del capital especulativo. Redujo impuestos a las grandes corporaciones, desreguló los mercados financieros y reforzó el rol del dólar como arma geoeconómica. Bajo su mandato, Estados Unidos utilizó sanciones económicas contra Venezuela, Irán, China y Rusia, demostrando que el poder financiero puede sustituir a la intervención militar.

Este tipo de dominación, que algunos economistas llaman *imperialismo financiero*, somete a los países periféricos a una doble dependencia: del crédito internacional y del sistema bancario estadounidense. Cualquier intento de autonomía —por ejemplo, comerciar en otras monedas o financiar proyectos fuera del FMI— es percibido como una amenaza estratégica.

b) El frente tecnológico

Trump impulsó la guerra comercial con China, justificándola como defensa del empleo estadounidense. En realidad, fue un intento de preservar el control sobre las cadenas globales de valor y sobre la producción de semiconductores, inteligencia artificial y telecomunicaciones. La exclusión de Huawei y el boicot al desarrollo de 5G son ejemplos claros de un imperialismo que busca dominar la infraestructura digital del siglo XXI.

c) El frente geopolítico

Su retórica “anti-globalista” no implicó aislamiento, sino un cambio de método. Trump presionó a la OTAN para aumentar el gasto militar, reforzó la presencia de tropas en el Golfo y reconoció Jerusalén como capital de Israel, alineándose con los intereses del complejo militar-industrial y del lobby energético. En América Latina, apoyó abiertamente a gobiernos alineados con su agenda (Brasil de Bolsonaro, Colombia de Duque) y promovió el aislamiento de Cuba, Venezuela y Nicaragua.

En suma, su política exterior combinó nacionalismo económico con coerción global. Ese es el sello del imperialismo moderno: control sin ocupación, subordinación sin colonias.

 

Por qué no es capitalismo liberal

Muchos analistas latinoamericanos interpretaron la llegada de Trump como un retorno al capitalismo liberal clásico: defensa de la producción, proteccionismo moderado, rechazo a las guerras abiertas. Sin embargo, la comparación es engañosa.

El capitalismo liberal —en su versión del siglo XIX— se basaba en la competencia, la libre iniciativa y el equilibrio entre capital y trabajo dentro de los marcos nacionales. Lo que caracteriza al capitalismo contemporáneo, en cambio, es la financiarización: la creación de riqueza desligada de la producción.

Trump no restauró el capitalismo productivo, sino que reforzó los mecanismos financieros que permiten a Estados Unidos vivir por encima de su capacidad productiva, gracias al privilegio del dólar como moneda mundial. Es decir, el país imprime la moneda con la que compra bienes y servicios a todo el planeta. Ese privilegio se mantiene por la confianza —y la coerción— que ejerce su poder político y militar.

En ese sentido, el modelo trumpista no ofrece a América Latina una asociación entre pares, sino una relación de dependencia estructural. Los tratados comerciales asimétricos, las presiones sobre el FMI, las sanciones a países que eligen rutas soberanas y el control de flujos tecnológicos y financieros son mecanismos típicos de dominación imperial.


América Latina frente al nuevo imperialismo

El impacto de esta dinámica en América Latina es evidente. Desde el siglo XIX, la región ha oscilado entre dos proyectos: el de la integración soberana —Bolívar, Perón, Chávez, Lula— y el de la subordinación a las potencias externas. El siglo XXI no cambia esa ecuación: cambia el lenguaje.

Trump no ofrecía “colonias” ni ocupación militar, sino “acuerdos de libre comercio”, “alianzas energéticas” o “cooperación en seguridad”. Pero tras esas palabras se ocultaba el mismo objetivo: asegurar recursos naturales, controlar mercados y limitar la influencia de China y Rusia en la región.

El caso venezolano es paradigmático: las sanciones financieras bloquearon el acceso del país a los mercados internacionales, provocando una crisis humanitaria que sirvió luego de argumento político contra el propio gobierno. Algo similar se observa en la presión sobre Cuba o Nicaragua, y en la vigilancia sobre México en temas migratorios.

Para países como Argentina o Brasil, la dependencia financiera se tradujo en deuda externa condicionada. Los préstamos del FMI durante el macrismo, avalados por Washington, respondieron más a objetivos geopolíticos que a criterios económicos. Se trató de mantener alineados a los gobiernos con la estrategia estadounidense frente a China. 

De este modo, el imperialismo del siglo XXI no impone virreyes ni tropas: impone tasas de interés, sanciones, ratings de riesgo y reglas tecnológicas. Controla sin aparecer, domina sin declararse.

 

El papel del capital financiero: la nueva frontera del dominio

Giovanni Arrighi explicaba que cada ciclo hegemónico culmina con una “financiarización”, etapa en la que la potencia dominante deja de producir y se convierte en acreedor global. Eso ocurrió con Génova, Holanda y Gran Bretaña antes del ascenso de Estados Unidos. Hoy el patrón se repite: la economía estadounidense depende del flujo de capitales extranjeros que compran su deuda y financian su consumo.

Esta posición —aparentemente débil— se vuelve, paradójicamente, una fuente de poder. El dólar, las calificadoras y el sistema SWIFT permiten a Washington castigar a quienes desafían su supremacía. Es el imperialismo financiero, descrito por Costas Lapavitsas: la extracción de rentas globales a través de la intermediación bancaria y los activos financieros.

Bajo Trump, esta lógica alcanzó su clímax. Se castigó con sanciones a empresas europeas que cooperaban con Irán, se bloquearon fondos de países en disputa política, y se reforzó el control del Tesoro sobre transacciones internacionales. Ningún gobierno latinoamericano puede escapar del sistema financiero global sin sufrir consecuencias.

 

Más allá del imperialismo: alternativas en disputa

Frente a este escenario, América Latina necesita redefinir su estrategia. No se trata de un antiamericanismo instintivo, sino de una comprensión realista de las estructuras de poder. El “sueño liberal” de una asociación equitativa con Estados Unidos se desvanece cuando las reglas del juego están diseñadas para mantener la dependencia.

La respuesta podría residir en tres direcciones complementarias:

1. Integración regional soberana: revitalizar proyectos como UNASUR, MERCOSUR o CELAC para negociar en bloque y reducir vulnerabilidades.

2. Diversificación de alianzas: abrirse a nuevos polos de poder —China, India, África— sin sustituir una dependencia por otra, sino buscando equilibrio multipolar.

3. Fortalecimiento interno: apostar por políticas industriales, tecnológicas y financieras propias que reduzcan la exposición al dólar y al crédito externo.

 

Autores como Samir Amin proponían la idea del desacople parcial: construir circuitos económicos regionales que atenúen el impacto del capital global. América Latina cuenta con recursos, mercado y talento para hacerlo. Lo que falta es decisión política.

 

Conclusión: imperialismo disfrazado de libertad

El gobierno de Donald Trump encarnó un imperialismo adaptado al siglo XXI: menos territorial y más financiero; menos visible y más eficaz. Su discurso de “América First” fue la máscara de un sistema que busca perpetuar la primacía estadounidense mediante la deuda, el control tecnológico y la coerción económica.

Para América Latina, creer que ese modelo representa una oportunidad de asociación liberal es un error estratégico. No se trata de rechazar los lazos con Estados Unidos, sino de comprender su naturaleza: no son vínculos entre iguales, sino entre acreedor y deudor, entre centro y periferia.

Emir Sader tiene razón cuando afirma que la dominación se mantiene incluso en el declive. El imperialismo no desaparece: muta. Y reconocer sus nuevas formas es el primer paso para construir soberanía.

La historia enseña que los imperios no se disuelven por generosidad, sino por la fuerza de las resistencias que los enfrentan. América Latina —desde Bolívar hasta nuestros días— tiene experiencia en ello. La pregunta que queda abierta es si será capaz, en esta era de finanzas y algoritmos, de reconocer el viejo rostro del imperio detrás del nuevo espejismo liberal.

 

Fuentes

* Sader, Emir. "Imperialismo del siglo XXI", Página/12, 2025.

* Lenin, V. I. "El imperialismo, fase superior del capitalismo", 1916.

* Arrighi, Giovanni. "El largo siglo XX", Akal, 1999.

* Harvey, David. "El nuevo imperialismo", Akal, 2003.

* Amin, Samir. "El capitalismo en la era de la globalización", Paidós, 1998.

* Lapavitsas, Costas. "Profiting Without Producing", Verso, 2013.

 



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